El
telón
de
Como en el sismo del 85, el multihomicidio de la colonia Narvarte es un cisma para los ciudadanos en el seno de la capital mexicana, con repercusión nacional e internacional en varios sentidos. Y como en aquel fatídico 19 de septiembre, ante el azoro de una tragedia que evidenció nuestra vulnerabilidad como seres humanos, y ante la incapacidad de un gobierno rebasado en la emergencia, así percibo hoy la tragedia que nos mueve de otra forma el piso pero también nos derrumba. Estamos de nueva cuenta frágiles y desprotegidos, pero ahora ante la impunidad de un poder mayor al del mismo Estado, y acaso, a diferencia del cataclismo natural, con más horror, porque los hechos acaecidos el 31 de julio en la Ciudad de México, suponen vínculos aparentemente “indemostrables” de coparticipación entre algunos altos funcionarios de gobierno, y las mafias del crimen organizado que azotan nuestra soberanía nacional.
Me hubiera gustado dedicar esta nota a Esperando a Godot de Becket, que dirige José Luis Cruz y que se presenta en el Círculo Teatral los miércoles, pero he dejado mi reseña crítica para el siguiente viernes, por considerar que con una sola persona vinculada al medio de las artes escénicas y la cultura, como es el caso de Nadia Vera, productora del Festival Internacional de Danza Cuatro por Cuatro, fundado en 2009, además de antropóloga y activista social del movimiento #Yosoy132, merece un texto a su memoria para acompañar su duelo, con una reflexión en este espacio.
Así pues, con el lamentable y artero asesinato de Nadia, y el del no menos brutal crimen de esa muerte anunciada del fotoperiodista Rubén Espinosa Becerril, oriundo de la Ciudad de México y vuelto a la capital como refugiado a causa de la persecución política que sufrió como Nadia, en las entrañas del estado de Veracruz, nos convierte moralmente en “presuntos implicados” de esta tragedia. No porque tengamos que ver directamente con el crimen, sino porque como sociedad civil, como gremio cultural y como periodistas estamos implicados ética y moralmente para dar seguimiento a los hechos, aplicándonos a la tarea de visibilizar la injusticia cometida contra los que ya no tienen voz para defender sus derechos. Y eso, desde luego, integra al resto de las víctimas: Yesenia Quiroz, de 18 años, originaria de Mexicali, Baja California, estudiante de belleza dedicada al maquillaje; Mile Virginia Martín, de 29 años, de nacionalidad colombiana dedicada al modelaje, así como de la señora Olivia Alejandra Negrete de 40 años, del estado de México, trabajadora doméstica.
Como mujer y feminista me afectan estos feminicidios, el de las tres mujeres jóvenes, cuyo crimen se ha tipificado así por ser diferente en su modus operandi al de Rubén, dado que implicó violación y brutalidad de género. Como editora que fui de la revista Cuartoscuro en el 2002, conociendo a los compañeros fotoperiodistas de la agencia y al maestro Pedro Valtierra, siento como propia la amenaza y me solidarizo con quienes se juegan el pellejo diariamente para hacer su trabajo, además de hacer arte con su estupenda fotografía, misma que ha cambiado la imagen y la estética del diarismo en México. Como ciudadana residente de la capital, que ha vivido en la colonia Narvarte desde los años 90, en tres ocasiones diferentes, la última hace un año a una cuadras de Luz Saviñón 1909 donde se encuentra el edificio donde se perpetró el multihomicidio, no puedo dejar de pensar que he pasado decenas de veces por ahí y me revela pensar en la alta peligrosidad de esos edificios que no están seguros, ni pagando el servicio de vigilancia y de las cámaras, pero que, eso sí, han encarecido sus rentas de tal manera que es común que los departamentos se compartan entre varios inquilinos, entre personas que no siempre se conocen inicialmente.
No puedo dejar de percibir que, como en el terremoto del 85, se dio una catarsis en la población y que para superar la ansiedad y la angustia colectiva, no parábamos de hablar de los muertos, ya sea porque en las colonias más afectadas algunos eran nuestros amigos, sino porque estábamos reponiéndonos de esa forma del shock que en un lapso cambió la imagen física, emocional y social de la Ciudad. Agradeciendo estar vivos entonces, como ahora, y conscientes de que teníamos que meter las manos para ayudar a las familias de los damnificados, porque la incompetencia de las autoridades nos hizo crecer en un par de días como población civil espontáneamente organizada, nos fuimos convirtiendo en “rescatistas”, paramédicos, activistas que armaban despensas y daban de comer, activistas comprometidos con una ciudad arrasada por una tragedia que bien pudo cobrar menos vidas, si cuando menos hubiéramos tenido una cultura de prevención de desastres y terremotos en un suelo que, ya se sabía, por sus características podía ocurrir una tragedia. Esa otra muerte multitudinaria, también resultó “anunciada”, si nos remitimos a que peritos en la materia habrían previsto una situación de desastre por el subsuelo, pero también por la situación de muchos edificios en pésimas condiciones. Así sucedió con Rubén y Nadia, quienes dieron gritos y declaraciones desesperados pidiendo ayuda pública y alertaron de su persecución, de vivir el acoso y de estar en peligro de muerte, pero nadie hizo caso a su llamado, y ninguna autoridad validó su petición como seria y no pudieron evitar su fatal destino.
Por eso, ahora, duele más su muerte, porque pudo ser evitada, porque las autoridades deben proteger a quienes se juegan la vida informado a la ciudadanía y porque los activistas no son “perros revoltosos” que hay que patear; son seres humanos que dedican su vida entera a denunciar los hechos que laceran a los grupos vulnerables y las anomalías contra las vidas de muchos ciudadanos, desde una tribuna básicamente observadora que, como se juzga en una democracia que se respete, nos implica a todos. Absolutamente todos como gobernados tenemos el deber ciudadano de supervisar a los gobernantes que están al servicio del pueblo y no ser perseguidos por esto, sino escuchados y con apego a derecho y a nuestras garantías individuales. Son ellos, los servidores públicos, los que deben “portarse bien”, como señaló el gobernador de Veracruz, Javier Duarte, en una multicitada rueda de prensa, en la que lejos de ser él quien debiera dar explicaciones de las oscuras desapariciones y crímenes de personas y 14 periodistas durante su mandato, se erige en velado “protector” de las mafias que perpetran estos horribles asesinatos, “coscorroneando” a la prensa local con esta clase de amenazas.
Por eso es de esperar que, como sociedad civil, tengamos que hacernos cargo de visibilizar los hechos, porque las autoridades están evidenciado ineficacia, absurdos e inexplicables “verdades históricas” que sólo convencen a los ignorantes y a ellos mismos. Por eso crece el descrédito de la población enterada y tiende a estar alerta de cuidar la integridad social por su cuenta, ante la indefensión en la que nos encontramos todos los sectores en prácticamente todo el territorio nacional.
Inevitablemente también, este caso me recuerda con mucho un hecho documentado en Arkansas, EU, durante 1993, cuando se cometió un terrible y brutal asesinato de tres menores de 8 años en la ciudad de West Memphis que indignó a la sociedad estadounidense que clamaba justicia y, ante la presión de la sociedad la policía se precipitó a “encontrar” a los culpables señalando a tres pobres adolescentes de la ciudad: Damien Echols, Jessie Misskelley Jr y Jason Baldwin, que resultaron años más tarde, chivos expiatorios; porque las pesquisas de la policía responsable basaron los asesinatos en supuestos y no en sólidas investigaciones, y con base en etiquetas por su condición social juzgaron sin contar con pruebas periciales de confiabilidad absoluta. Aquello fue un equívoco aún con la confesión de Echols, quien dio “testimonio real” y con lujo de detalle sobre cómo habrían cometido los crímenes.
Estos chicos fueron enjuiciados, encontrados culpables y sentenciados a cadena perpetua y, en el caso de Echols, a la pena de muerte. Este juicio atrajo la atención de la prensa nacional y especialmente de Joe Berlinger y Bruce Sinofsky, los investigadores que hicieron tres grandes documentales sobre los hechos, una saga real de cómo la policía faltó a la verdad y manipuló el caso, a tal nivel, que el último documental del caso es de 2011 y llevado a cabo con el apoyo del canal de cable HBO. Un extraordinario trabajo de investigación que a través de 18 años permitió a los lugareños y al mundo darse cuenta de las inconsistencias en el juicio y visibilizar todas las anomalías del caso, revirtiendo la culpabilidad de los jóvenes inocentes, incluso de quien fue obligado a declararse culpable sin serlo; y todo porque la torpe policía, a fin de dar una respuesta inmediata y aplacar la furia de la gente, más que a escudriñar la verdad, se sumó al delito ampliándolo y agravando la descomposición del sistema judicial.
Paradise Lost 3 de 3 Purgatorio 2011, se llama este impresionante documental que se encuentra en YouTube donde uno puede ver cómo se logró desmantelar una vieja cacería de brujas, que supuso inventar un móvil de prácticas satánicas e inculpó a unos jóvenes sobre la base de características tipificadas y con sesgo discriminatorio. Durante meses los inculpados, Damien Echols y Jason Baldwin fueron interrogados y señalados a partir de sus antecedentes por su delincuencia juvenil menor, por su abandono escolar, sus gustos musicales, su manera de vestir y de hablar, lo que los convirtió ante la opinión pública como los candidatos perfectos, para ser “los satánicos” del pueblo, y por tanto encarnar un crimen que nunca cometieron.
Cuando leo en el caso del multihomicio de la Narvarte, titulares de algunos medios electrónicos y publicaciones amarillistas vinculados a ser portavoces de los intereses del Estado, que dirigen su atención hacia una joven víctima como Mile Virginia Martín, como “la mujer colombiana”, como si de su nacionalidad se infiriera de inmediato la justificación del crimen, o cuando se habla de sus profesiones (fotorreportero, activista social, modelo, maquillista, sirvienta) en un sesgo tendencioso que los discrimina de facto, me revela desaseo e incompetencia en el caso y su debida divulgación pública.
Originalmente se tergiversaron los hechos diciendo que estaban en una fiesta y sobre este primer enjuiciamiento a la ligera, se han ido bordando versiones de robo, en una “lógica” que sugiere entre líneas que todo es producto de ese “portarse mal” amenazante de Javier Duarte y que hace ver a estas personas como “merecedoras” de su propia muerte. Siento que si no hacemos por dar luz a los hechos con toda responsabilidad, y ayudamos a que las autoridades a actuar conforme a la ley y con base a indicios reales con pruebas suficientes y creíbles, estaremos cayendo en un equívoco como el de Arkansas, dado que alterar la realidad para cubrir rápidamente el clamor de la opinión pública puede estar originando errores de apreciación que lleven a inocentes a la cárcel, además de menospreciar la labor social de los fallecidos y traicionar la garantía de justicia que debe prevalecer ante esta tragedia.
Si no colaboramos en aras del esclarecimiento de todas las causas factibles del crimen sin soslayar la persecución política y la represión a la libertad de expresión, que es la que se quiere eludir, estaríamos implicados todos dejando actuar impunemente a las fuerzas de la mafia y quedaríamos como seres humanos sin humanidad, equiparándonos a los propios narcos en su indolencia y desafectación. Esa inconsistencia que se ha observado, por cierto, también en el caso Ayotzinapa, de hechos verificables. Realidad terrible y dolorosa sin resolver satisfactoriamente por parte de las autoridades federales, que han llevado a movilizaciones en el país y el mundo para exigir una respuesta contundente, real, creíble y respetuosa para los deudos y la opinión pública sobre el caso y el paradero de los 43 normalistas desaparecidos.