Prolífico autor de poemas, crítica literaria y piezas teatrales, la figura de Xavier Villaurrutia trasciende el ámbito de la escritura, y cuando no está a solas enfrentándose a la nostalgia, al insomnio o a la urgencia del ímpetu creativo, está en boca de la sociedad de mediados de siglo. El más célebre de los Contemporáneos –un hombre de una sensibilidad altísima que lo volvió vulnerable- contempló a la muerte y quiso darle forma de verso.
A través de la voz ficcional de Villaurrutia, Pedro Ángel Palou recrea en esta novela los años que pasó el poeta en Estados Unidos, sus paseos por las calles del centro de la Ciudad de México y sus noches de fiesta en las décadas del treinta y cuarenta, iluminadas por el amor que le profesaba a Agustín Lazo, compañero de toda una vida. Pero En la alcoba de un mundo narra también la seducción del suicidio como única soledad verdadera.
Fragmento del libro En la alcoba de un mundo. El amor y la oscura muerte de Xavier Villaurrutia de Pedro Ángel Palou publicado en el sello Seix Barral, © 2017, Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
I. (DE UN CUADERNO DE VIAJE)
New Haven, 29 de octubre, 1935
Hay que perderse; es preciso hacerlo para dar al fin con uno mismo. 1 Ni escribir, ni leer: un único viaje inmóvil alrededor de esta alcoba habitada por la sombra. Travesía sin nombre que se tornará búsqueda, indagación, pacto. Un preámbulo necesario. Ni un pensamiento, ni un movimiento. Renunciar incluso a la charla o a la comunicación epistolar y por una especie extraña de amor propio, ir entrando a una lucidez sólo comparable con el sueño. Sin barreras, ese lugar nulificará diferencias entre vida y muerte, entre el yo y el otro que me persiguen, impidiéndome ser.
Me rodea un silencio atroz que algo tiene de hermoso. Empiezo a acelerar mi respiración —consciente de ello— para vencer el miedo de estar solo. Oírme y de esa forma desprender mi cuerpo del otro ser vivo, cambiante que llevo dentro.
Este insomnio desespera, vence.
Y en la tumba del lecho sigo siendo una estatua; grito para no sentirme vacío, pero esa voz ya no es mía y todo el ser huye de mí, para poseerse desde fuera. El sueño enmudece. Aguzo el oído y escucho en el cuarto de al lado la ronquera acompasada de alguien que se entrega al sueño despiadadamente, ¿liberándose?
Los brazos del amante en la memoria son polvo, son mar; hieren la soledad de mis axilas sudorosas. El recuerdo de ese cuerpo me despierta a esta desnuda noche —larga y cruel— que ya no es noche. Junto a un cuerpo nunca más mío. Nada sino hueso, hueco. Abro los ojos y la sombra es más dura, más extraña. No puedo dejar de moverme inmóvil detenido sobre este mundo en el que todo ha muerto.
En el insomnio, en la noche, en este terrible silencio, como decía Wilde, el dolor es un instante inmenso. Sería mejor, mucho mejor y más hermoso, viajar para no llegar. Salimos de Veracruz en la tarde, con un tierno tiempo bello que acentuaba el rojo diluido del horizonte. El barco patinaba en la arena azul de desierto/mar tranquilo hasta la desesperación: uniforme y desposeído, sin olas.
Salir de México, acceder a la travesía, al océano abriéndose absoluto, distante, único, no representó ninguna impresión en mí. Ni siquiera se me quedaron grabadas imágenes concretas.
Sólo el dolor es memorable.
Sólo se recuerda la soledad.
Con la llegada a Nueva York empezaron los problemas. Ésta no es una ciudad sino una selva moderna, me decía al atravesar un puente iluminado y ver los rascacielos alineándose como amantes sin consuelo. Formas fáciles, solitarias. Todo esto acentuó una depresión que no deja de ser angustia, terror a lo desconocido, a este viaje ya no inmóvil sino real, tangible. Nunca haber salido de México, optando más bien por una estética de lo estático y ahora aquí, dispuesto a ser otro, alejado de mí mismo —de todo lo que soy—, sin libros, sin casa, sin diversiones. Apenas algún amigo y Rodolfo,2 que me acompaña y comparte este desencuentro atroz.
Conseguimos un hotel lindo, cómodo ¡nada de Waldorf! Una pequeña casa con menos de veinte habitaciones. La nuestra fue una buhardilla pequeña, íntima. Apenas cabían las dos camas con una mesa de noche de encino en medio. Bajo la ventana una mesita y dos sillas. Encima una lámpara art nouveau, con una tulipa color turquesa en medio; era un ángel apoyado en un arbusto pequeño. El sueño nos venció rápidamente; recuerdo que conversamos sobre el viaje y luego Rodolfo cayó en los brazos de la noche antes que yo.
Y es que me faltaba ordenar un poco la mente. Esa que me permite a veces vivir, que se revuelve, revuelca, revolotea. En la mañana la primera frustración: el agua helada apenas permitió que nos bañáramos. Siempre recordaré ese hotelito mitad novela y mitad desolación; nunca se me olvidará el agua fría contrastando con la íntima recepción del ángel sobre la mesa y el tapiz de flores pequeñas y naranjas. Después de desayunar unos huevos con jamón que tampoco eran apetecibles y un par de cafés muy cargados, éstos sí excelentes, un viejo Packard azul nos llevó a la universidad, a Yale, ese gótico tan moderno, imitación perfecta, preciosa simetría, preciosísimos jardines. New Haven es apenas un pueblo si se lo compara con Nueva York. Sus casas son rojas, laterales ensueños; sus tejados también en línea. Poco más de un día en Estados Unidos y ya era otro; el inglés aprendido a fuerza en casa, los textos leídos: innumerables; las conversaciones en el tenis, en Chapultepec, me recordaban la facilidad con la que me movía en ese idioma ajeno pero extraño. Y después aquel cielo fácil, despejado, azul. Todo parecía prometer cosas nuevas. Experiencias, vidas, textos, acciones: el mundo apenas nacido para mí. Atrás quedaban las envidias, pero también las tertulias apasionadas, los sábados en Sanborns, las largas partidas de bridge. Salvador, Gilberto, Agustín; 3 el estudio de la calle Donceles.
México; mi México.
Sin embargo esos primeros días fueron como la lectura: nada seguro, nada real. El riesgo nos hizo ir y venir en busca de la mejor posibilidad para habitar. Encontramos, cerca de la universidad, algo tranquilo, solitario, callado. Baño, cocina y dos recámaras; lo justo. Claro que no necesitamos más el caballero Rodolfo y yo. Mientras estoy aquí, intentando por última vez vencer este insomnio terrible, él duerme en la habitación de al lado. No lograr reconciliación con el sueño permite, al menos, el viaje. Recuerdo que Gide le hace decir al Benjamín que su hermano ha renunciado a ser quien era, porque él, antes viajero, ha preferido quedarse, para así evitarle el viaje ahorrándole la salida. Ahí está la clave: regresar añorando el lugar del que primeramente se huyó es igual a quedarse. O peor, significa volver incesantemente a la herida: abrirla, hacerla sangrar. Esto puede pasarme a mí, ahora que en New Haven empiezo a despedirme del Xavier que era, permitiéndome libertades antes nunca soñadas. Parece que ahora ya no se trata de ser una personalidad, hacer una personalidad; sino tan sólo de ser, existir: apropiarse de todo, hacerlo único, exprimirlo. Es demasiado lo que le pido a este viaje —quizá porque no va a repetirse— y poco lo que le doy, pero es todo: liberarme. Habría acaso un agravante en el caso de regresar a México y añorar New Haven, sería el de haber proscrito así la vida, que es el entorno, lo real y cotidiano que conforma a la persona y la ubica. En ese mundo de muerte sólo quedaría resignarse a ser un cadáver. La capilla ardiente seguiría siendo la vida: un muerto continuamente expuesto a los ojos de todos.
Hay algunos profesores excelentes en esta gótica Yale; en especial Mr. Nicoll, un inglés que dirige la facultad y cuyo estilo es lúcido, riguroso, amable. Tengo además otras asignaturas: Dirección, Vestuario, Iluminación de Escena. Le saco jugo a todo lo que lo tiene, aunque a veces encuentro limones agrios, o secos. Rodolfo y yo asistimos con regularidad al teatro Schubert; sin embargo, cada quien hace su vida, al mismo tiempo independiente y propia, íntima, próxima y compartida.
¿Para qué escribir todos estos detalles cotidianos: bitácora de naufragio? No sé si es necesario perderse en corredores accesorios. Queda además la angustia y su cuerpo de yeso. La sombra de la angustia: una ligera opresión en el estómago, ganas enormes de dormir, pero nulas expectativas de poder lograrlo. Sólo sigue el insomnio. Un consuelo: duermen los que no pueden gozar.
Habrá entonces que aceptar el insomnio como un necesario preámbulo del naufragio total, como aquel momento en el que el marino recoge sus pertenencias importantes y las ata para ver si así podrá salvar algo que le permita sobrevivir. El momento también en el que se tira al mar todo lo que sobra, lo superfluo, innecesario, pero doloroso. Es un instante en el que el insomnio desea cambiar de piel, incluso recibe al otro: fantasma, ángel exterminador que se apoderará del cuerpo llevándolo a la orilla, a una isla desierta a la que llegará exhausto, apenas mero estrago escupido, esculpido por el mar. Y en ese trayecto, en esa isla, mientras el náufrago espera a que el sueño venga por él y lo regrese a su tierra, éste tiene que hacerse de un mundo habitable, no mero asidero, sino casa, lugar de acomodo, de asiento: innecesaria alcoba solitaria. Nunca cuarto de reposo. El insomne no descansa: se obstina por salir y cae, derrotado, y su fatiga será desaliento, suspiro. De tanto querer escapar al fin se liberará de sus cadenas cayendo al sueño, esa otra forma de la muerte que lo llevará a otra tierra, a otro mar, ahí también naufragará…
Eterno Simbad de la noche: zarparé siempre aun sabiendo que el naufragio será absoluto. Ahora cierro los ojos. Es cierto: nada me sostiene y caigo en el vacío: abandonado ante la angustia, solo.
Ayer soñé con Roberto.4 Me odiaba, ese sentimiento mezquino se volvía pintura, como todo en él: lo que siente es color. Así que el cuadro era terrible, yo aparecía como un ángel, especie de fantasma, adolorido extrañamente y no ahí, aunque no sea fácil de describir: en la ausencia: solo. Salvador me escribió una carta larga y detallada que leí varias veces: qué país el mío. Curiosamente, las cosas que cuenta no me dan nostalgia, es como si de pronto pudiera verlas con tanta amplitud que sólo me causan una sonrisa. Hasta los que me odian están lejos, pensé mientras leía esas amplias letras que escribe Salvador. Por eso me acordé de un texto suyo que, aunque escrito hace muchos años, no cambia su valor: «Sanborns, the house of tiles, se atesta de la misma gente. Hay displicencia en los pedidos y en las actitudes. ¡Qué México! Se aburre uno. ¡Todas las tardes té, mermelada! ¡Y ni siquiera se puede hablar de algo nuevo que le haya sucedido a alguien! Fumar… Esta boquilla está esmaltada. Parece que las Pavas Reales van a poner entre las lámparas…». Todo parece ser lo mismo, la vida sigue igual en su curso monótono, monocorde: compás millones de veces tocado, son de cuanto tiempo, ritmo pasado de moda, imperante por el absoluto anacronismo de todos. Y Estados Unidos es aún peor: más frívolo, infantil, ingenuo, ensayado. México —es un consuelo— todavía sigue siendo humano. No es una máquina.
Este cuerpo ya no es mío, la cama no me pertenece: la comparto con algún ángel que se ha posado en ella. Ya no es el miedo a estar solo, es la duda. Ruidos y silencios. La noche como una larga calle por la que echamos a andar. Morir es despertarse, y entonces ¿quién es este viento que ha venido a posarse, a encontrarnos? ¿Por qué ya no se es más que un cuerpo vacío que ese otro ocupa?
Esta piel desnuda, delgadísima que no sabe si podrá soportar la travesía, si acaso no quedará anclada en el mar de la ansiedad, de su propia desesperación por llegar, cuando lo que importa es el camino, no la meta. El sabio opone su ser al del triunfador. El segundo ve sólo la meta; al primero en cambio lo que le importa es la búsqueda, el trayecto: camino en el que se enriquece. La duda también es un aprendizaje.
La duda que como una prostituta cobra el haber ocupado el cuerpo y su precio es altísimo, irrespetuoso. Borra aquella seguridad cómoda, desprovista de miedos y la llena de sombras que no conocen, que nada saben, que nada dicen.
El otro día, caminando, vi una mujer que empujaba un perro pequeño, obstinado, que se quedaba oliendo el pasto. Cada jalón representaba una entrega desmedida. La mujer sudaba, su sombrero se movía y el vestido se doblaba. Luego seguía una minuciosa operación para recomponer su maltrecho estado. La mujer, sin embargo, volvía a jalar al perro y a quedar desaliñada. Por fin, el animal pudo liberarse de un tirón y —ahora sin oler más la hierba— salió corriendo despavorido. La mujer chillaba pitudísima llamándolo y —desposeída de su elegancia y decoro— se lanzó a correr tras él igual de despavorida, con el rostro mismo del perro. Igual pasa con el insomne que ha estado demasiado tiempo persiguiendo el sueño: llega el momento en que gana. Su rostro será desfigurado hasta convertirse en el del soñado, y así soñador y soñado se confundirán en un mismo cuerpo que volverá a perder inevitablemente el rumbo.
¿No será éste también un sueño donde todo se escapa, todo nos huye, como si nuestra presencia fuera a privarle la vida, a no dejar que oliera el aroma de la hierba: natural, espontánea?
¿No será la vida también un sueño en el que estamos prisioneros?
Me levanto. En la mesa tengo un vaso de agua. Tomo un poco y siento el alivio de pisar la tierra de nuevo, de volver a la realidad. Del farol a la habitación 25 hay un largo trecho que no impide que este lado del cuarto tenga luz toda la noche. No me molesta y no voy a poner una cortina más gruesa. Esa luz, cada vez que la veo al voltear, me recuerda que existo aún y que hay un mundo afuera de mí: tan fantasma, tan nada. Al volver a la cama siento que la piel húmeda de la espalda se pega demasiado a la tela. No había notado el sudor. Estoy empapado. Es quizá un símbolo de la lucha, en la que he salido vencido. Aparto todo. Intento —¿será posible?— caer en mi sueño.
Nosotros conocimos a Xavier en el año veinte, pero fue hasta el veinticinco cuando lo veíamos casi a diario, coincidíamos en el café Selecty, sí, frente al hotel Iturbide. Él tomaba té inglés con buns y mermelada de naranja, era bajito, muy delgado. Cuidaba exageradamente su aspecto: el traje casi siempre oscuro, de solapa delgada; los zapatos brillosos; además, poseía unas manos largas y las movía mucho al hablar, como si necesitara de esas manos expresivas, de aquellos ademanes para hacer verdaderas sus frases. Lo acompañaban dos hombres casi siempre. Uno era feo, con los ojos desorbitados. El señor Cuesta, creo. El otro acababa de llegar a la capital y era más tímido. Gilberto se llamaba. Los tres fueron poetas, ¿verdad? Lo que más impresionaba de Xavier eran sus ojos grandes, atentos, inteligentes. Nunca fuimos amigos, nosotros no estábamos en ninguna actividad cultural; simplemente era el Selecty el que nos reunía. Lo conocí en una galería de arte, en una exposición a la que me habían invitado por no sé qué razones. Bueno, a mí y a mi esposa, ve. Nosotros no éramos de ese medio, pero nos encantaba la vida social. Era la época en que el automóvil se ponía de moda. En el cine vimos Traviesa juventud, Carnaval y La verdad de la 26 vida. Bailábamos charleston. Empezaba el peinado a la Bob. No le cuento esto por mero afán costumbrista —me dice el hombre acariciando la mano de su mujer— sino para que se dé cuenta de lo importante que fue ese año. Además, de lo único que puedo hablar acerca de Xavier es de sus visitas al Selecty. No lo vi en otras ocasiones. Creo que él y su grupo de escritores estaban en el salón México, un día del veintinueve en el que fuimos a dar de juerga, a bailar danzón, a emborracharnos —y el anciano parece sonrojarse ante la mirada de desaprobación de su esposa que le sostiene unos ojos azules, fríos—, a buscar pelea también, ¿usted sabe?, éramos jóvenes, despreocupados. Nos importábamos nosotros mismos. La ciudad era chica. ¡La gente iba de vacaciones a Tlalpan, imagínese! ¡Qué va usted a poder imaginarlo!, el ritmo de la vida era otro, a pesar de las noches de fin de semana en que caminábamos sus calles mojadas, tropezándonos con algún sereno cómplice de nuestras parrandas. En la presidencia estaba el general Calles. En el veintiséis empezó la persecución religiosa, claro que todavía sin armas, con el cierre de colegios, la ira de los obispos, el fanatismo que salía en defensa de la Iglesia. El pánico de los católicos. No sé para qué le cuento todo esto si usted ya lo habrá estudiado mejor; pero le insisto, era el momento ideal. Yo tenía veinte años y la cabeza llena de ilusiones(…)
- .Este cuaderno, los diarios, entrevistas y reportajes (e incluso textos de ficción apócrifos, cuyo narrador ingenuamente se exhibe) irán apareciendo a lo largo de esta primera parte ubicada entre la segunda y la cuarta décadas del siglo; fueron compilados para hacer más amplia la visión sobre Xavier Villaurrutia. Tantas veces como sea necesario se interrumpirá el fluido del texto para aclarar. El que junta no escribe, no interpreta; sólo le está dado reordenar. [T.]
- Se refiere a Rodolfo Usigli (1905-1979); ambos recibieron la beca de la Fundación Rockefeller para estudiar composición dramática en Yale, entre 1935 y 1936. [T.]
- Se refiere a Salvador Novo (1904-1974), Gilberto Owen (1905-1952) y Agustín Lazo (1900-1971), tres de sus más íntimos amigos cuya proximidad se nota en las páginas siguientes. [T.]
- Probablemente se refiera a Roberto Montenegro (1886-1968), pintor mexicano. [T]