En la Praga de los años treinta, los sueños de Josef y Lenka se hacen añicos ante la inminente invasión nazi. Décadas más tarde, a miles de kilómetros de distancia, en Nueva York, dos extraños se reconocen a través de una mirada. El destino les otorga a los amantes una nueva oportunidad.
Desde la comodidad y el glamour de la bulliciosa Praga antes de la ocupación, hasta los horrores del nazismo que parecían devorar a Europa entera, Los amantes de Praga revela el poder del primer amor, la resistencia del espíritu humano y la fuerza de la memoria.
Compartimos un fragmento del libro Los amantes de Praga (Planeta), de Alyson Richman, © 2017, Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Josef
Mi nieto me dice que no soy romántico. No se lo discuto porque su impresión está basada en lo que ha observado a lo largo de los años. No sabe cómo era antes de la guerra, cuando mi corazón se reanimaba con una mujer cuyo nombre no reconocería, cuya imagen jamás ha visto.
Me casé con su abuela en 1947, en un departamento apenas iluminado a unos pasos del río East de Nueva York. Había ventisqueros de nieve apilados fuera de las escaleras de incendios y las ventanas estaban tan empañadas que parecían tener vidrios esmerilados.
Cuando le propuse matrimonio a Amalia no teníamos más de tres meses juntos. Era de Viena, otra refugiada de guerra más. La conocí en la biblioteca pública. Estaba inclinada sobre un montón de libros y no sé si fue la manera en que usaba el cabello o el delgado vestido de algodón totalmente inadecuado para el clima, pero de alguna manera supe que provenía de Europa.
Me dijo que era una huérfana de guerra y que había abandonado Austria justo antes del conflicto. No había tenido noticias de sus padres o de su hermana en meses.
—Sé que están muertos —me dijo con una voz monótona. De inmediato reconocí ese tono de voz: incapaz de experimentar emociones, un reflejo automático que servía únicamente para comunicarse. Aludía sólo a los puntos necesarios de una conversación como si fueran las cuentas de un ábaco que debían restarse de una en una sin más.
Estaba demacrada, con la piel pálida, cabello color miel y grandes ojos color café. Podía ver sus clavículas, que se levantaban por debajo de su piel como un arco en tensión, y un pequeño relicario circular que pendía entre sus pequeños senos.
Imaginé que dentro del mismo estaría la fotografía de un amor perdido, de otro chico alto y de cabello oscuro perdido en la guerra. Pero más adelante, después de varias semanas de vernos en un pequeño café cerca de donde yo impartía clases, averigüé que no había ningún novio perdido en el fragor de la batalla en Austria.
Aunque se había visto obligada a portar la estrella amarilla en las semanas posteriores a la Anschluss, en un principio su familia había podido conservar su departamento en la Uchatius Strasse. Una tarde, mientras caminaba a casa después de clases por la Ringstrasse, sus ojos se quedaron fijos en el empedrado de la calle. Me dijo que se había acostumbrado a caminar con la cabeza baja porque quería evitar el contacto visual con todo el mundo. Ya no sabía en quién podía confiar, quién era un amigo o quién podía reportarla si miraba a alguien de manera inadecuada. Había escuchado demasiadas historias de vecinos falsamente acusados de robar o de uno al que habían arrestado por violar una ley recién aprobada en contra de los judíos. En este día en particular, sus ojos advirtieron un sobre que se agitaba debajo de la rueda de una bicicleta. Afirmaba que no sabía qué era lo que la había hecho tomarlo, pero al verlo había notado que el remitente provenía de Estados Unidos: un señor J. Abrams que vivía en la calle 65 Este de la ciudad de Nueva York.
De inmediato, reconoció que era un nombre judío. Me contó que saber que existía un judío en algún lugar al otro lado del océano, en la seguridad de Estados Unidos, le dio una extra- ña sensación de consuelo. Esa noche le escribió en alemán, sin siquiera contárselo a sus padres ni a su hermana. Le dijo cómo había encontrado su nombre, que necesitaba arriesgarse y decirle a alguien fuera de Europa —quienquiera que fuera— lo que estaba sucediendo en Austria. Le contó de las estrellas amarillas que su madre se había visto obligada a coser en sus abrigos. Le dijo del toque de queda y de cómo su padre había perdido su negocio. Le contó cómo ahora las calles estaban plagadas de carteles que decían: «PROHIBIDA LA ENTRADA A JUDÍOS», de cómo habían hecho añicos las ventanas con odio y de cómo los jóvenes nazis en busca de diversión les cortaban las barbas a aquellos que observaban los preceptos del Talmud. Y, al final, por ninguna otra razón más que porque la fecha se estaba aproximando, le dijo que su cumpleaños era el 20 de mayo.
En realidad, no esperaba que el señor Abrams le contestara, pero, semanas después, había recibido una respuesta. Le escribió que haría de patrocinador para ella y su hermana a fin de que fueran a vivir a Nueva York. Le dio instrucciones de la persona con quien debía hablar en Viena, de quién le daría dinero y de quién les conseguiría las visas y el modo de transporte para salir de ese miserable país que había renegado de ellas. Le indicó que era una chica afortunada: dado que compartían el mismo cumpleaños, la ayudaría.
Le advirtió que no había tiempo para una larga correspondencia, que debía llevar a cabo las instrucciones que le había dado de manera inmediata y que no alterara el plan en lo más mínimo. No había discusión que valiera: no podía hacer arreglos para la salida de sus padres.
Cuando les contó de la carta que le había escrito al señor Abrams y de su respuesta, no se enojaron como había temido, sino que se sintieron orgullosos de su iniciativa y previsión.
—Al final de cuentas, ¿qué podrían hacer dos viejos en un nuevo país? —les dijo su padre a sus hijas mientras tomaban su bebida favorita: chocolate caliente. Era parte de su naturaleza restarle importancia a las cosas cuando la familia se encontraba en una situación difícil—. Cuando finalice este horror nazi, nos puedes mandar llamar y tu madre y yo iremos a tu nuevo país.
Su hermana y ella habían viajado por tren a Danzig, donde había de partir el buque de vapor. Pero al abordar la nave un oficial de las SS había examinado sus pasaportes estampados con la palabra «Jude» y les había bloqueado el acceso.
—Tú puedes abordar —había señalado a Amalia. Después, señaló a su hermana menor, Zora, con un dedo—. Tú te quedas.
Amalia lloró y le rogó al soldado, diciendo que no podía dejar atrás a su hermana. No era justo; ambas tenían sus papeles, sus boletos y sus pasaportes en orden.
—Yo decido quién aborda este barco. Ahora bien, puedes subirte a él tú sola, o ambas pueden quedarse.
Amalia volteó para desembarcar con su hermana. Jamás la dejaría: abandonar a una hermana sólo para salvarse a una misma era un acto de traición que no estaba dispuesta a cometer.
—Vete… Vete… —insistió su hermana, pero Amalia se negó. Y, entonces, su hermana hizo lo impensable: se dio a la fuga. Corrió por la plancha y se adentró en la muchedumbre. Su abrigo y sombrero negros se perdieron en lo que parecían ser miles de otros iguales. Era como tratar de localizar una sola gota de lluvia en un aguacero. Amalia se quedó allí, gritando el nombre de su hermana, buscándola enloquecida. Pero no tenía caso: su hermana había desaparecido.
La sirena del buque anunció su salida inminente y Amalia se encontró sobre la plancha a solas. No miró al oficial cuando volvió a examinar sus papeles. Estaba segura, por su falta de interés, que ni siquiera recordaba que ella y su hermana habían sido víctimas de su deliberada e incomprensible crueldad hacía menos de una hora. Se dirigió a las entrañas del buque, cargando su vieja maleta negra. Miró hacia atrás una vez más, esperando contra toda esperanza que Zora se hubiera escabullido a bordo de alguna manera, y después se quedó parada junto a la barandilla mientras levaban anclas y el buque se alejaba. Zora no estaba entre ninguno de los rostros que agitaban sus manos en despedida sobre el muelle. Se había desvanecido en la niebla.
Cuento la historia de Amalia porque ya falleció; serán quince años el próximo octubre. El señor Abrams le dio dinero cuando llegó a Nueva York. Ella se reunió con él en su oficina de la Quinta Avenida, una oficina con paneles de madera color caoba profundo y una silla giratoria que volteaba para ver hacia el parque.
Amalia me contó que cuando volteó a verla el señor Abrams le preguntó dónde estaba su hermana. Hizo un gesto de desaprobación con la cabeza cuando ella le dijo que no habían permitido que Zora se embarcara.
—Fue muy valiente al venir sola —la felicitó. Pero ella no se sentía valiente. Más bien, sentía el peso de su traición, como si hubiera dado por muerta a su única hermana. Él sacó dinero de un cajón y se lo entregó, junto con una hoja de papel en la que estaba anotado el nombre del rabí Stephen Wise. Le prometió que la ayudaría a conseguir un trabajo y un sitio donde quedarse.
El rabino la ayudó a establecerse y le consiguió un trabajo como costurera en la parte baja del East Side, donde empezó a coser flores sobre las alas de negros sombreros de fieltro por veinticinco centavos la hora. Ahorró lo que pudo después de pagarle a su casera el alquiler del cuarto que compartía con otras dos chicas de Austria, en una vana esperanza de poder mandar por sus padres y hermana algún día. Al principio recibía cartas de ellos, cartas que llegaban rayadas con gruesas líneas negras aplicadas por algún censor. Pero, al paso del tiempo, después de haber empezado la guerra en Europa, sus cartas empezaron a regresar sin abrirse. Escuchó a sus compañeras de cuarto repetir rumores vagos de campos de concentración y trenes de transporte, cosas horripilantes que simplemente no podía creer que fueran ciertas. «Gas y hornos», le dijo otra muchacha, pero ella, que era polaca, tendía a dramatizar las cosas. No podía haber mucho de verdad en esas historias. Amalia se dijo a sí misma que la chica estaba loca.
Adelgazó todavía más, tanto que su piel se volvió casi transparente. Sus manos empezaron a sangrar por trabajar con aguja e hilo durante tantas horas y su vista comenzó a verse afectada. Casi nunca salía, a excepción de la biblioteca, donde practicaba leyendo en inglés, todavía ahorrando cada centavo que ganaba para financiar el pasaje futuro de su familia. El primer día que la conocí, le pregunté si la podía llevar al Café Viena, un restaurantucho en la esquina de la calle 76 Oeste y la avenida Columbus. Cada noche se atestaba de cientos de judíos fragmentados; cada uno de nosotros tenía a alguien a quien buscar. Mostraban fotografías y escribían los nombres de los desaparecidos en la parte interna de las cajas de cerillos. Todos nos encontrábamos a la deriva, los perdidos vivientes, tratando de hacer alguna conexión en caso de que alguien hubiera escuchado algo de otra persona que acabara de llegar —que hubiera sobrevivido— o que tuviera alguna información. Y cuando no estábamos estrechando la mano de alguien que conocía al amigo de un amigo de un amigo, bebíamos whisky o vodka. Excepto mi Amalia: ella sólo bebía chocolate caliente.
Así que, finalmente, averigüé de quiénes eran los rostros del relicario aunque nunca los vi sino hasta nuestra noche de bodas, cuando se quitó el collar y lo colocó en la mesa de noche. Regresé del baño mientras dormía mi nueva esposa, abrí el pequeño círculo de oro y miré en su interior silenciosamente.
¿Qué hace uno con rostros en blanco y negro que no pronuncian palabra, pero que persisten en acosarnos? ¿Qué se hace con las cartas que regresan a uno desde el otro lado del mar? Los muertos no responden su correspondencia, pero tu esposa sigue enviándoles cartas de todos modos.
Así que pienso en lo que dice mi nieto acerca de mí, que no soy romántico.
¿Acaso hubo alguna ocasión en la que Amalia y yo realmente habláramos de aquellos a quienes dejamos atrás? No. Porque, si lo hubiéramos hecho, nuestras voces se hubieran quebrado y las paredes que nos rodeaban nos hubieran aplastado con el recuerdo de nuestra pena. Vestíamos nuestra pena como quien usa ropa interior. Una piel invisible, oculta para los ojos curiosos, pero de todos modos ceñida a nuestros cuerpos. La vestíamos a diario; cuando nos besábamos, cuando nuestros cuerpos se unían y nuestras extremidades se entrelazaban.
¿Alguna vez hicimos el amor con una sensación de vitalidad o con pasión y deseo desenfrenados? A mí siempre me pareció que ambos éramos almas perdidas que se aferraban la una a la otra, buscando a tientas la sensación de peso y de piel entre las manos, tratando de convencernos de que no éramos simplemente dos fantasmas que se evaporarían para integrarse con la fría neutralidad de nuestras sábanas. Cada uno difícilmente toleraba pensar en nuestras vidas y nuestras familias de antes de la guerra, porque eso nos lastimaba como una herida que jamás termina de sanar. Apestaba a carne podrida y se aferraba como lana mojada.
Amalia y yo estábamos en lucha con nuestras rememoraciones. Eso es lo que más recuerdo de nuestro matrimonio. Temíamos que pudiéramos ahogarnos en todas esas voces perdidas y otros tesoros extraviados de nuestros terruños. Yo me convertí en médico y ella en la madre de nuestros dos hijos. Pero cada noche, en los treinta y ocho años que la tuve entre mis brazos, fue como si en realidad no estuviera allí.