La imperfecta maravilla es una brillante disección del amor en la actualidad y nos plantea ante un inquietante cuestionamiento: ¿realmente estamos con la persona con la que deberíamos estar? A través de sus páginas, descubriremos como a veces nos enredamos en justo aquello que nos hace infelices.
Te compartimos un fragmento del libro La imperfecta maravilla de Andrea de Carlo, traducción de Andrea Muriel, publicado en el sello Seix Barral. ©2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
UNO
Poco antes del mediodía del 18 de noviembre de 2015, en toda la comunidad de Fayence, que se encuentra en el departamento de Var, en la región de Provenza-Alpes-Costa Azul, hubo un apagón que afectó a todos los medios de transporte, telecomunicaciones, señales de radio y televisión, sistemas de refrigeración, equipos de seguridad, redes informáticas y actividades comerciales de varios tipos, incluida la heladería La Imperfecta
Maravilla, ubicada al inicio de un callejoncito empedrado que baja desde la calle Saint-Claire hasta la plaza del mercado, que está frente a la iglesia.
Tan sólo algunos minutos antes, Milena Migliari, la heladera, se había asomado a la puerta de su establecimiento, pensando que no era necesario mirar el calendario para comprender que la temporada turística había terminado desde hace tiempo. Bastaba con sentir la quietud del aire, en el que todavía parecían suspendidos los ecos de las risas, las pláticas, las miradas, los murmullos, los pasos, las llamadas de teléfonos celulares del final del verano. Bastaba con echar un vistazo a la calle principal, detrás de la esquina, y ver que eran pocos los automóviles que pasaban debajo del arco del edificio del ayuntamiento —que tiene la inscripción en cursivas Hôtel de Ville, unas persianas azul pálido, la bandera francesa y la de la Unión Europea, y unas macetas de geranios, que tiran sus flores cuando están secos—, para luego seguir su transcurso pasando junto a las vitrinas de restaurantes, panaderías y agencias inmobiliarias, y seguir hasta más allá, tal vez hasta Mons, o Tourrettes, o Callian o quién sabe dónde. Hacía un frío incierto, un tanto confuso debido a una corriente de aire tibio que aún sobrevivía; el cielo era de un azul débil, que parecía no decidirse a cederle el paso al gris. Del silencio general emergían los martilleos entrecortados de un obrero que trabajaba en alguno de los callejones de más abajo, y la música de la radio del laboratorio de helados.
De golpe, todas las luces de la heladería y el sonido de la radio se apagaron, y sólo quedaron los distantes golpes del martillo. Milena Migliari miró a su alrededor, entró a la heladería, intercambió una mirada de perplejidad con su asistente, Guadalupe, que estaba detrás del mostrador, y se dirigió hacia el laboratorio. Incluso el zumbido hipnótico y relajante de los refrigeradores había desaparecido. Volvió a asomarse afuera, dio vuelta en la esquina hacia la calle principal y le bastaron pocos pasos para darse cuenta de que se había ido la luz en todo el pueblo.
La naturaleza del helado es inestable por definición, pero es necesario que pase bastante tiempo para que se deteriore tanto que ya no pueda recuperarse. Y, respecto a las naturalezas inestables, Milena Migliari siempre ha sentido una mezcla de ansiedad y fascinación. Puede que esto se deba a su historia personal, como sostiene Viviane, a que nunca tuvo una base familiar sólida, a que siente que no pertenece a ningún lado. Esta manera de hacer las cosas puede relacionarse también con su trabajo: los ingredientes buscados con infinito cuidado, los procedimientos que desarrolla detalladamente, el costo so equipo que aún no termina de pagar, la hoja de contabilidad que debe hacer cuadrar a fin de mes.
Justo por eso, ahora hace un esfuerzo considerable por no inquietarse y espera con optimismo a que regrese la corriente. Mira el reloj de la pared, que por suerte funciona con baterías, y hace cálculos: en los contenedores del mostrador, el helado puede aguantar sin problema dos horas y, con esta temperatura en el exterior, quizá hasta tres. Se pone a hablar con Guadalupe, y de vez en cuando regresa al laboratorio para echar un vistazo a la mantecadora, a las tinas de maduración, al abatidor de temperatura, al refrigerador de temperatura positiva para la materia prima: apagado, apagado, apagado, apagado. No se ve ni un solo indicador encendido, no se oye el murmullo de un solo ventilador. La ansiedad aumenta en su interior, la hace tomar el teléfono, llamar a la compañía eléctrica y al ayuntamiento para conseguir información; pero la única respuesta proviene de contestadoras automáticas o de seres humanos increíblemente desinformados, imprecisos y despreocupados. No la tranquilizan en absoluto, al contrario.
Milena Migliari sale de nuevo a la calle principal, va a hablar con la señora de la panadería, que sacude la cabeza, preocupada, pues no sabe más que ella. Va a la agencia inmobiliaria de al lado: dos de las empleadas están fascinadas con las pantallas de sus celulares, una tercera habla por teléfono para obtener información pero no tiene suerte. Regresa a la heladería, trata de calmarse, escucha a Guadalupe, que le cuenta de la fiesta de cumpleaños de su primo en Quetzaltenango, en la que participó por Skype. Cada pocos minutos mira el reloj de pared y va a revisar el laboratorio. Vuelve a llamar por teléfono a la compañía eléctrica, al ayuntamiento: nada. Camina de arriba para abajo, del mostrador de la tienda al laboratorio, del laboratorio al mostrador, con el celular presionado a la oreja y el corazón palpitándole cada vez más rápido ante la idea de que la electricidad no se restablezca pronto y la temperatura de los contenedores suba hasta un punto de no retorno. Sigue sin suceder nada, así que, antes de que la situación empeore, toma una decisión: le dice a Guadalupe que la ayude a llenar conos y vasitos para repartirlos a quien quiera que pase por delante del local.
Pero la temporada turística terminó desde hace tiempo: en las calles del viejo pueblo sólo hay una anciana que carga la bolsa de las compras, un furtivo trabajador del norte de África, alguna pareja de turistas nórdicos que parecen perdidos, un comerciante preocupado que trata de averiguar qué sucederá. Si el apagón hubiera sucedido en julio o agosto, o incluso en septiembre, Guadalupe y ella habrían regalado todo el helado que tienen en tan sólo media hora, y habrían obtenido un buen efecto promocional. Pero, tal y como están las cosas, tienen que rogarles a los pocos transeúntes que pasan para que acepten un cono o un vasito. Rostros perplejos, miradas distraídas, mentones alzados, pasos apresurados: es increíble la desconfianza que despierta ofrecer gratis cualquier cosa. Para convencer a alguien hay que sonreírle, hacerle movimientos tranquilizadores con la cabeza y con los brazos, explicarle que no se pide a cambio ni sangre ni la afiliación a ninguna secta religiosa. Pero logran convencer a tan pocos que después de un rato Milena Migliari vuelve a la heladería, llena unos botes de medio kilo y los lleva a las agencias inmobiliarias, a las tiendas de falsa artesanía provenzal, a los restaurantes. Y hasta da risa, porque en verano la agobian todos los días con pedidos que no puede atender, y se ve obligada a explicar una y otra vez que su producción es limitada, que la elaboración es lenta y compleja, y que puede satisfacer sólo a un cierto número de personas a la vez. Ahora, en cambio, entre el apagón y el vacío propio de esta época nadie parece tener ánimo como para entusiasmarse por el amarillo-rojo encantador del madroño, que crece en los matorrales del mediteráneo, el marrón dorado de la jujube de Montauroux, el verde vibrante de la uva espina de Mons. Sí, un par de personas le agradecen, pero en su mayoría parece que les estuvieran haciendo un favor al tomar un vasito por el que hasta hace dos meses estaban dispuestos a agarrarse a golpes. Luego, cuando ella les explica con cierta urgencia en la voz que el helado debe comerse rápido para que no pierda su consistencia ideal, la miran como si tuvieran enfrente a una obsesiva, con preocupaciones completamente fuera de lugar en un momento difícil para todos.
Milena Migliari entra a la heladería, hace llamadas inútiles, recibe respuestas inútiles. Revisa la temperatura de los contenedores del mostrador con el termómetro de infrarrojos, que por suerte también usa baterías: menos diez grados centígrados. Aún está bien, pero continuará subiendo, eso seguro. Ya se imagina revolviendo una mezcla arruinada en cada uno de los distintos contenedores, e intercambia una mirada de desesperación con Guadalupe. No se trata sólo de la pérdida inminente del helado, sino de una sensación de derrota mucho más grande, que se extiende hasta los límites de su vida.
El teléfono empieza a sonar; ella da un salto para responder, incrédula ante la posibilidad de que alguna de las sordas entidades a las que apeló pueda haber tomado la iniciativa de ponerla al corriente sobre la situación. Se lleva el auricular al oído, la mano le tiembla un poco por la agitación.
—¡¿Diga?!
—¿Hablo a La Imperfecta Maravilla, de Fayence? ¿La heladería?
—Del otro lado de la línea, una voz de mujer llega un poco áspera, junto con el ruido de un automóvil en movimiento.
—Sí, ¿qué desea? —Milena Migliari intenta sonar profesional, pero dadas las circunstancias no lo logra muy bien.
—Acabo de leer cosas increíbles sobre sus helados. —La voz tiene una ligera inflexión extranjera, aunque su dominio del francés es completo.
—Vaya, gracias. —Milena Migliari no sabe si sentirse más animada ante la idea de que su trabajo sea apreciado, o afligida por el hecho de que dentro de poco este se derretirá delante de sus propios ojos.
—«Milena Migliari, italiana establecida en territorio francés, captura con milagrosa sensibilidad y perspicacia la quintaesencia de ingredientes rigurosamente naturales, rigurosamente locales y rigurosamente de temporada, y la ofrece al paladar del entendedor más fino en inigualables vasos y conos de colores, a veces delicados y a veces vívidamente pictóricos».
—Es claro que su interlocutora tiene bajo los ojos el artículo de Liam Bradford, el blogger gastronómico que vino en julio y se entusiasmó con el albaricoque rojo de Saint-Paul, la ciruela azul noche de Tourrettes, además del fiordilatte de Montauroux.