Por José Ignacio Lanzagorta García
@jicito
Quizás uno de los capítulos más interesantes de las formas creadoras de espacios sagrados del barroco es el de los camarines. Estos son, por lo general, pequeñas habitaciones agregadas al edificio principal y adosadas al altar mayor de un templo o capilla. A través de una ventana, el camarín comparte con el templo el punto central de admiración: la figura de una virgen o santo patrono. Así es, los camarines son los aposentos de una escultura; un cuarto donde María, José o inclusive un Jesús pueden desnudarse y vestirse para una ocasión especial; una recámara de objetos preciados a los que pocos son invitados.
Desde la fe católica, el espacio que resguarda mayor sacralidad en un templo es el sagrario. Este, aunque bien puede encontrarse en una capilla anexa, invariablemente encuentra también un sitio en el altar mayor, donde el sacramento de la conversión del pan en cuerpo de Cristo ocurre. Ahí la misa siempre es ofrecida al pie de una imagen que preside el templo. En este sentido, el camarín no busca significar un punto aún más sagrado, pero definitivamente se encuentra dentro de un espacio oculto e inaccesible para la feligresía. El conocimiento de su existencia permite dar una mayor profundidad a la noción de espacio sagrado. Es decir, además de lo visible desde las bancas de la nave del templo, un devoto sabe que hay algo especial atrás: un sitio sagrado, oscuro, tan real como místico, donde las deidades encuentran su intimidad rodeadas de riquezas ornamentales y materiales.
En México, desde la segunda mitad del siglo XVII y hasta el XIX proliferaron camarines de diferentes tamaños, formas, iluminaciones y ornamentaciones. Si bien en España la moda empieza desde el siglo XVI, los mexicanos son en su mayoría obras del barroco que algunos continúan contradictoriamente hasta el neoclasicismo con su lenguaje de pulcritud, apertura y luz en espacios concebidos para la secrecía, intimidad y penumbras. El mejor ejemplo de esta fusión ha de ser el de la Inmaculada Concepción en el templo de San Diego de Aguascalientes.
Hoy, aunque muchos de estos espacios perduran, la mayoría de los camarines han perdido su devoción original. En el mejor de los casos fueron convertidos en sacristías, como ocurre con el del santuario de Los Ángeles en la colonia Guerrero, o bien se ocupan como simples bodegas. Otros, como el de la parroquia de San José en Puebla, conservan con celo su intimidad quedando cerrados al público. Por esta razón, vale la pena visitar algunos de los mejores ejemplos de camarines que nos quedan y que, de alguna manera, permiten apenas tocar ese lado de la espiritualidad barroca.
El camarín por excelencia es el de la Casa de Loreto, que se encuentra en el Colegio de San Francisco Xavier de Tepotzotlán. Convertido en parte del museo, el camarín exigirá que el visitante eche a andar su imaginación para vislumbrarlo como una recámara íntima y sagrada. La decoración, exquisita y sin comparación alguna, ayudará al ejercicio.
El del santuario de Los Remedios en Naucalpan es historia aparte. Menos interesante en cuanto a su planta y decoración, el camarín es hoy empleado como un democrático espacio abierto que permite a la feligresía entrar en contacto cercano con una pequeña efigie mariana. El tiempo ha desnudado la decoración barroca del camarín, salvo por su extraordinaria bóveda. Aún así, el laberinto que debe cruzarse para llegar a este espacio, da la sensación de haber invadido los aposentos de una Virgen a la que le fue negado ya un espacio privado.
A mi juicio, el más interesante es el de la Virgen de Ocotlán, en Tlaxcala. En medio de una extraordinaria decoración del barroco popular, se trata de un camarín funcional de un santuario funcional. Su acceso no está del todo abierto, pero difícilmente se le niega a quien pide permiso y deja una limosna. Es mejor llegar por cuenta propia al santuario que con algún tour que previamente hubiera pactado el acceso al camarín. Es que sólo así se tiene la sensación de haber sido convidado a ese espacio de intimidad dentro de lo sagrado. “…Es una borrasca de Abriles, que en vez de rayos despunta rosas. Es un joyel dorado que en cada perla anima un oriente…”. Así lo describió un capellán del santuario en 1750.