Por Eduardo Pérez
I
La primera vez que fui a ver el futbol tenía cerca de 17 años. Era domingo. Iba con uno de esos amigos que terminan por convertirse en tus hermanos, y no teníamos boletos. Estábamos en CU. Era un partido Pumas-América y ni siquiera sabíamos dónde estaban las taquillas. Nos formamos en la primera fila que vimos; pasados unos minutos, preguntamos al señor que estaba frente a nosotros si esa era la fila para la taquilla. Sonrió y dijo: “No, ésta es la fila para entrar. Las taquillas están del otro lado, pero ya no hay boletos”.
Mi amigo, casi hermano, y yo nos miramos con gran desilusión. Estábamos a punto de dar la vuelta e irnos, cuando aquel hombre nos dijo: “Tomen, me sobran dos boletos. Se los regalo”.
Le agradecimos, entramos al Estadio Olímpico, vi el fútbol desde muy cerca y en vivo por primera vez, y disfrutamos gritando “¡Gol!” como niños. Jamás olvidaré ese gran regalo.
II
La primera vez que fui al MUNAL solo, vestía pantalón de mezclilla, playera blanca y un saco de terciopelo de un horrible verde moho que me encantaba. También usaba lentes para el sol -debo usarlos por recomendación médica- y llevaba un bastón. Tengo un problema con la rodilla derecha y habían días en los que necesitaba ese tipo de apoyo.
Estaba a punto de cruzar la puerta del edificio cuando una mano muy grande y fuerte me tomó por el brazo que llegaba hasta el piso, gracias a aquel bastón de madera color negro. Me asusté.
Tan pronto giré la cabeza hacia aquella mano vi que era un custodio del museo, quien me dijo: “oiga, joven, los de su grupo están por acá; yo lo llevo”. Y muy amable y delicadamente me condujo hasta un grupo que hacía fila a la entrada del edificio. Era un grupo de invidentes.
Confundido, no supe qué hacer. No quise incomodar a nadie, no supe cómo decir que no formaba parte del grupo que estaba apunto de entrar al MUNAL, así que no dije nada, y participé en un gran recorrido sensorial por ese hermoso lugar lleno de detalles para el tacto.
Quizás otra persona en mi lugar habría hecho lo correcto, pero yo no. Y aunque me avergüenza un poco reconocerlo, fue una de las mejores experiencias que he tenido viviendo en primera fila otra dimensión dentro de un museo.
III
El lunes pasado llegué al Palacio de Bellas Artes con mucha anticipación, no sólo porque temía que el tránsito estuviera desquiciado por la marcha prevista para ese día; también era el responsable de entregar boletos a los ganadores de una trivia que hicimos en @arteycultura.
Con aquellos pases dobles, mi propio boleto, las ganas de escuchar a Michael Nyman y mucho tiempo de sobra, me fui a sentar al restaurante del Palacio. Ordené agua mineral y un pastel de chocolate (que no volveré a pedir jamás), y me senté a esperar.
Antes de que comenzara la función, encontré a un amigo de esos que en muy poco tiempo llegas a apreciar bastante, y platicamos de todo y nada. Me preguntó cuál era mi asiento. Le mostré mi boleto de palco, y me dijo: “tengo un par de boletos que me sobran en Luneta 1; entra con nosotros”. Así lo hice. Cambié mi asiento de palco por uno de los mejores lugares en la sala.
Cuando pienso en estas historias, sé que soy un afortunado. Un consentido de la vida.
Sin embargo, el lunes pasado, sentado en el mejor lugar de la sala, escuchando y viendo un gran espectáculo, me vino a la mente tu nombre, tu risa, las veces en que dijimos que iríamos a aquellos eventos a los que no fuimos. Recordé que tú, en ese momento, estarías escuchando otros sonidos, viendo otras luces, sintiendo otras sensaciones. Y quise que estuvieras ahí, a mi lado, en el mejor lugar de la sala. Sólo que no te habías enterado.