Arte y Cultura

Cómo descubrí la ópera

por Eduardo Pérez

@eduardo_dice

Cuando cursaba el bachillerato estaba profundamente enamorado de una niña con hermosos ojos color miel y pecas en el rostro.

Ella tenía tres pasiones: el dibujo, la música y la danza.

Un día decidí invitarla a salir y creí que la mejor cita sería un domingo en la Alameda, o casi. La verdad es que se me ocurrió invitarla a Bellas Artes a un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional, y aceptó.

Feliz de tener una cita con ella, corrí a casa y esperé impaciente a que llegara mi madre. Le pedí su auto, su permiso para llegar algo tarde y, desde luego, dinero para sufragar los gastos que un evento de tal magnitud implican.

Mi madre, una mujer de la clase media trabajadora y amante de sus hijos, aceptó de inmediato a mis peticiones. A todas, salvo a la de financiar mi proeza amorosa.

Era viernes.

Aterrado, no tuve el valor para cancelar la cita ese día, y mi angustia se transformó en fiebre delirante que no me dejó dormir esa noche, pero me regaló una idea sobre cómo financiar mi encuentro amoroso. Aún conservaba algunos juguetes de mi infancia, prácticamente nuevos, además de un equipo completo para jugar futbol americano que nunca usé, porque a mi madre le aterraba que mi falta de destreza física fuera la causante de un problema mental, como tener un hijo artista o algo parecido.

Todo el sábado me lo pasé preguntando a mis conocidos si sabían de algún lugar donde pudieran comprar mis juguetes usados. Y no fue sino hasta entrada la tarde cuando obtuve los datos que necesitaba.

Reuní todos los juguetes que atesoraba de mi infancia, así como los aparatos eléctricos que había destruido hasta ese momento, y llené la cajuela del auto de mi madre, listo para salir el domingo muy temprano a rematar mis tesoros infantiles.

Recuerdo que ese día desperté muy temprano y me preparé velozmente: tenía el tiempo contado.

Llegué tan temprano al lugar en el que podía vender mis recuerdos, que sólo había un par de perros famélicos jugueteando con un trozo de alfombra vieja. Esperé por más de dos horas.

Cuando al fin llegó mi posible comprador, le mostré mi mercancía, se pasó la palma de la mano por los labios y escupió una cifra. Era un robo. Pero por la prisa y la urgencia, acepté.

A las 10:45 de la mañana, estaba emocionado frente a la puerta de aquella niña, aunque triste por mis recuerdos, pero con dinero en la bolsa.

Fue así como logré pagar mis primeros boletos a un concierto en luneta en el Palacio de Bellas Artes.

No recuerdo el programa, pero recuerdo que en aquel tiempo, Enrique Diemecke era el Director de la Orquesta Sinfónica Nacional. Eso fue un gran problema para mí, porque estaba atrapado entre ver a los músicos, ver a Diemecke o verla a ella, la niña más linda de toda la preparatoria. Al final decidí entrecerrar los ojos, ver hacia el frente y, de vez en cuando, hacer alguna avanzada con mi mano tratando de encontrar la de mi pretendida. Funcionó.

Al salir, estaba fascinado. Todo era perfecto, hasta que ella revisó el programa de la semana siguiente y gritó de emoción a la mitad del vestíbulo del Palacio de Bellas Artes: “¡El Huapango!”.

Creo que el corazón se me paralizó, las ideas dejaron de fluir, y por un momento me creí muerto.

No podía perderla a ella, la niña de los hermosos ojos color miel.

Busqué en la bolsa de mi pantalón; a ciegas conté los billetes tratando de adivinar su denominación, y le dije, muy seguro de mí: “¿traes la credencial de la escuela?”.

Con su afirmación no sólo compramos los boletos para la presentación del domingo siguiente; también nos alcanzó para un par de McTríos, y hasta un cono cubierto de chocolate. Mi cita fue un rotundo éxito.

Seguimos saliendo. Yo comencé a hacer trabajos en la escuela, que cobraba a mis compañeros para financiar nuestras aventuras melómanas. Ella, a cambio, correspondía caminando orgullosa junto a mí por los pasillos de la preparatoria.

Éramos felices.

Un día me dijo que Madama Butterfly se presentaría en la temporada de ópera, y que ella me invitaría. Me sentí el tipo más afortunado del mundo, hasta que remató con una pregunta fulminante: “¿Puedes llevar tu cámara réflex?”.

…¿mi cámara qué?

¡De todas las mujeres del mundo con hermosos ojos color miel y pecas en el rostro, me tocó salir con una que para ir a la ópera me pedía cosas que yo ni siquiera sabía que existían!

Para mi fortuna, mi padre estaba por hacer un viaje de negocios, y después de suplicar, llorar, hacer berrinche y trabajar para él casi todos los fines de semana del año, accedió a comprarme una cámara réflex durante su viaje.

Llegó la fecha de la función de ópera; era un jueves a las 8 de la noche. Ella me citó a las 5 en el Palacio.

Lucía hermosa. Un discreto vestido negro acentuaba su figura y hacía brillar sus ojos; una linda pulsera de plata que tintineaba cuando caminaba, la hacía el centro mi mundo, y su backpack con una cámara réflex Nikon la hacía verse enormemente sexy.

Dueña de la situación, y con una agenda perfectamente definida, me tomó de la mano y me llevó de la explanada del Palacio a la parte izquierda, haciéndome entrar por una puerta secundaria en la que un guardia de seguridad nos pidió registrarnos, junto con nuestros equipos fotográficos.

Nunca imaginé lo que me esperaba.

Al cruzar esa puerta, un nuevo mundo se abrió para mí: entré a la antesala de la magia.

Estaba en el backstage del Palacio de Bellas Artes, con una cámara en la mano y con un permiso para fotografiar lo que yo quisiera, mientras músicos, cantantes y tramoyistas se preparaban para la función.

Descubrí que Roberto Sosa actuaría como extra, mientras que Darío T. Pie era el maquillista responsable de caracterizar a los personajes principales de la puesta.

Descubrí escenas inimaginables,  a personas nerviosas, a personas amables, a personas entregadas a lo que amaban.

Salimos de ahí casi para comenzar la función y nuestros asientos eran los mejores de la sala.

Estaba impactado. No sabía cómo había hecho aquella niña tremendamente delgada, pequeña de estatura, de ojos casi amarillos para mover mi universo completo.

Al final de la función terminé de pie aplaudiendo el esfuerzo de todas las personas a las que había fotografiado horas antes.

Fue así como descubrí la ópera.

Pero no como se ve desde la butaca, sino que la descubrí desde dentro, desde ese conocimiento interno que lo deja a uno suspendido en el universo.

A partir de entonces voy a la ópera. Voy a disfrutarla, a entenderla, a viajar de forma instantánea por dos mundos: el que se ve desde la butaca, y el imaginario que hay detrás del foro.

Hace muchos años que no sé de aquella niña de hermosos ojos color miel; pero hoy, jueves de ópera, la recuerdo con un gran cariño y un enorme agradecimiento.

Salir de la versión móvil