Por José Ignacio Lanzagorta García
@jicito
El templo de Huejotzingo, Puebla, es oscuro, muy oscuro. Al entrar parece que se ingresa a una caverna. El olor es de flores y frutas en descomposición que se emplearon en alguna celebración. La inmensa nave de gran altura, con bóvedas de nervadura, es iluminada apenas por una sola bombilla que pende cerca del centro geométrico de todo ese espacio. Su luz blanca, de oficina, no es la mejor para apreciar la pedacería de los retablos medio sucios o la interesante pintura mural a punto de perderse. Y al fondo, obstruida parcialmente por decoración estacional, está la pieza estelar: una colección de pinturas de Simón de Pereyns en uno de los tres retablos mayores de corte renacentista que quedan en México. Es imposible apreciar bien las pinturas en la oscuridad.
En cualquier momento del día, el templo de San Miguel de Huejotzingo luce ajetreado. Ahí están los mayordomos y el sacristán reacomodando alguna imagen. Ahí están devotos que entran a rezarle a la popular imagen del “Señor del Perdón”. El convento, uno de los primeros fundados por los franciscanos y cuya edificación actual es de mediados del siglo XVI, presenta pinturas murales en diferentes grados de conservación–entre ellas la que representa a los doce franciscanos que llegaron en 1524- y una interesante colección de arte sacro. Su claustro es un bello jardín de naranjos.
El templo de Yanhuitlán, Oaxaca, es luminoso, muy luminoso. Al entrar uno se siente como una mota de polvo en una caja de zapatos. El olor es todavía el de la reciente remodelación; da la impresión de estar ingresando a una construcción nueva. La inmensa nave de gran altura, con bóvedas de nervadura, es iluminada por ventanales, pero auxiliada con el mejor gusto de la luz artificial: la que no se nota. Esta iluminación permite apreciar bien la pedacería de retablos limpios y brillantes, pero muy incompletos. Al fondo, pulcro, el monumental retablo del siglo XVIII que se hizo para reemplazar el original, pero conservando bien restaurada la colección de pinturas de Andrés de Concha, del siglo XVI.
En cualquier momento del día, el templo de Santo Domingo de Yanhuitlán luce vacío. De pronto entran algunos turistas de paso, o bien, algún devoto que no encuentra alguna imagen popular a cual rezarle porque la más famosa del pueblo, el “Señor de Ayuxi”, está en otro templo. El convento, uno de los primeros fundados por los dominicos y cuya edificación es del último tercio del siglo XVI, presenta una pequeña colección de arte sacro en un entorno espectacular. Su claustro es una bella e imponente imaginación que el restaurador le imprimió hace cosa de dos años.
Vale la pena visitar ambos conventos, no sólo para admirar su extraordinaria belleza y monumentalidad, sino preguntarse también sobre restauraciones, historia y centros religiosos. En el de Puebla la continuidad del uso ceremonial y devocional de su convento se vuelve la principal pieza de admiración. Antes que un monumento histórico o una colección de arte, San Miguel de Huejotzingo es una institución religiosa con casi cinco siglos. Su convento no tiene que esforzarse mucho en recrear sus condiciones originales. El de Oaxaca fue convertido en una pieza de admiración y con un gran resultado. Con algunas licencias, su restauración no parece haber buscado recrear sus condiciones originales, sino aprovechar lo existente para crear un magnífico monumento de ornato. “Un convento del siglo XXI que parece del XVI”, me dijo con sarcasmo una yanhuitlense.