Cuando hablamos de fe, invariablemente nos referimos a dos viejos dichos: que mueve montañas y que es ciega. Difícilmente se pueden comprobar estas dos aseveraciones en algún otro lugar como se hace en la Basílica de Guadalupe de la Ciudad de México, la noche del 11 de diciembre de cada año.
Es la tercera vez que visito este lugar para la fiesta de la Virgen de Guadalupe y cada vez salgo de ahí renovado y con una sensación de asombro difícil de explicar. Los números oficiales oscilan entre ocho y once millones de visitantes tan solo este día; la verdad es que es tanta gente que es casi imposible de calcular. No es posible imaginar lo que significa “mucha gente” hasta estar ahí, en la entrada principal al atrio viendo hacia la Calzada de Guadalupe, y ver que la fila de gente es, literal, interminable.
Para cuando llegamos, alrededor de las 21:30 horas, muchos habían desfilado por ahí, pero otros más ya estaban instalados en improvisados campamentos construidos con cobertores, lazos y palos. Los más preparados contaban con tiendas de campaña que sobrepasaban notablemente su capacidad. Los ríos de gente nunca terminan y no dejan de circular. El más amplio, entrando desde Calzada de Guadalupe; otro más pequeño, pero no menos importante, entrando por Martín Carrera. Multitudes que han caminado por horas, incluso días, para visitar por algunos segundos la imagen de la Virgen de Guadalupe dentro de la Basílica. El recorrido a través de las bandas transportadoras frente a la efigie sagrada dura de 15 a 20 segundos, pero la sensación en los visitantes perdura para toda la vida.
Justo a las cero horas del doce de diciembre, se rompe el silencio en la plancha de la Basílica y en la Plaza Mariana para cantar Las Mañanitas a “la madre de todos los mexicanos”, a “la virgen morena”, seguida de la canción de La Guadalupana. Al finalizar, todos los afortunados que están ahí vuelven a sus lugares para descansar y esperar la misa que se dará al amanecer. Mientras tanto, pequeños grupos de músicos y de concheros cantan y bailan toda la noche, a la luz de las veladoras, invitando a otros a participar sin descanso en toda la noche. Es toda una celebración.
El control de las autoridades es impecable. A pesar de tanta gente, todo parece estar organizado. Los cuerpos de rescate dan rondines por todas las áreas; hay brigadas de diferentes dependencias de gobierno, unas cuantas del ejército y miles de voluntarios que acordonan las áreas, dirigen a los visitantes o incluso regalan café y comida. Los sacerdotes también juegan un papel importante, repartiendo bendiciones a todos los peregrinos y rociando agua bendita en cantidades industriales.
La noche transcurre en completa paz. Cada paso debe hacerse con cuidado para no pisar a la gente que cada vez se apropia más de los “pasillos”. A lo lejos suenan los altavoces de LOCATEL que tratan de ayudar a encontrar personas perdidas; “El araña”, “El manotas”, “Yogui” son sólo algunos de los miles de apodos nombrados en el sonido local, cuyos acompañantes tratan de localizar.
La gente sigue circulando hacia dentro y fuera de La Basílica. Todos con la ilusión en el rostro, la mirada perdida en el horizonte, con la Basílica como meta, cargando la imagen de la Virgen en cualquier presentación: playeras, mantas, figuras de cerámica, paliacates, tatuajes, maquillaje o incluso disfraces. Todos con una medalla o escapulario esperando ser rociado por agua bendita, para luego poder levantarlo al momento de pasar frente a la imagen de su madre, la Virgen de Guadalupe.
Finalmente llega el amanecer. La luz comienza a iluminar lentamente la plancha para descubrir la inmensidad del lugar. Son miles y miles de cobertores, tiendas, bicicletas, bolsas, figuras de la virgen y sobre todo, esperanza. Ya con el día se puede ver cómo despiertan todas esas personas con la fe renovada, llenos de ilusión y de fuerza, con la firme convicción de que serán “buenos guadalupanos” y estarán ahí de vuelta el siguiente año, si la Virgen se los permite.
Mientras la gente despierta poco a poco, nosotros hacemos las últimas fotos y guardamos nuestras cosas, nuestra misión ha terminado. Sobre la Calzada de Guadalupe, muchos más siguen llegando. Parece que esa peregrinación nunca tendrá fin.
Fotos: Luis Corona y Jaime Avila