por Eduardo Pérez
Siempre he considerado que la principal diferencia entre los dioses y los hombres, es que los segundos no podemos tenerlo todo.
Somos y nos manifestamos a través de un cuerpo; nuestros alcances están limitados en función a él y a nuestras consideraciones atávicas. Aunque algunos desean tenerlo todo, y al momento de saber que no pueden hacerlo gritan y se marchan debido a su falta de intención de desprenderse de algo caduco y fenecido, dejan su interés por la vida que bulle; algunos otros buscamos la vida misma, aun sabiendo que en el proceso debemos dejar algo en el camino.
El amor es la mejor prueba de ello.
El amor que sentimos por lo que hacemos nos obliga muchas veces a elegir, y otras veces a desear y buscar caminos para hacer.
Mientras recorría los pasillos del Affordable Art Fair, sorprendido y encantado por lo que iba descubriendo, el tiempo me asfixiaba.
Tenía boletos para la Gala Operística del Palacio de Bellas Artes.
No podía parar de llenarme los ojos de colores, así que esperé hasta el último minuto para salir corriendo al querido Blanquito.
El resultado de mi hazaña lo pueden anticipar: llegué cinco minutos después de iniciada la función, perdiéndome la primera parte de la Gala Operística por la que tanto había esperado.
La ubicuidad había perdido.
Sentado en una mesa del restaurante del Palacio de Bellas Artes, traté de convencerme a mí mismo de que había valido la pena dejar pasar la mitad de un concierto por ver el arte contemporáneo por el que tanto pregunto. Mientras tanto, veía las noticias desde mi teléfono celular.
Al fin llegó el intermedio, y con ello la oportunidad de ver la parte final de la Gala Operística. Después de algunos saludos y abrazos de antesala, tomé un programa de mano y corrí a mi asiento esperando, como siempre, maravillarme con esa hermosa sala de conciertos que tiene el Palacio.
El programa marcaba, para la segunda parte, a Macbeth y Fausto, un coro y cuatro solistas.
Lo que necesitaba en ese momento era dejarme llevar por la música, por el canto, olvidarme de todas las cosas que me han sucedido en estos días, y transportarme a ese lugar mágico al que sólo llegamos cuando sentimos la música que nos guía hasta él.
Sin embargo, el encanto, el amor al arte, los ojos llenos de colores y el oído lleno de notas que vuelan por la sala se quedaron atrás al momento en que la orquesta y el coro interpretaron la Patria Oppressa!
A veces la realidad lo supera todo; a veces no es suficiente escondernos en nuestro lugar mágico en el que no sucede nada. A veces la realidad nos alcanza, nos rebasa.
Escuchar el lamento de una patria oprimida convertida en tumba, madre de hijos huérfanos, de otras madres desconsoladas, de hombres que lloran, y ese grito que sube al cielo surgido de una orquesta y un coro que vibraba frente a todos nosotros, me llevó de inmediato a pensar en mi país, en nuestros callados lamentos, en el dolor que existe, y del cuál tratamos de escondernos buscando desesperadamente un poco de color, de línea, de sonido, de arte.
Patria Oppressa! me llevó irremediablemente a la otra realidad de México, a esa realidad en la que el amor al arte y la ubicuidad no son necesarios, porque lo necesario, ahora, para este país es algo más.
Mientras escuchaba esos escasos siete minutos de realidad recordé que, para mí, la diferencia entre los dioses y los hombres es que los hombres no podemos tenerlo todo. Así que no me importaría renunciar a mi gozo estético, a mi encuentro con aquel lugar en el que me siento en calma, al que yo llamo “mi mar”, si con ello mi Patria encuentra la paz.
Y estoy seguro de que ustedes también desean lo mismo.