Arte y Cultura

El cronista debe ser un mezclador de curiosidades: Juan Villoro

El principal prodigio de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es que seduce con la palabra. En sus crónicas o novelas o, mejor aún, en las charlas que ofrece cotidianamente ante cientos de lectores, siempre termina, inevitablemente, por cautivar a su público.

Basta que comience a platicar cualquier anécdota para que sus escuchas queden atrapados hasta que termina de hablar. Y esto es así porque Villoro es certero y de mente ágil. Rara vez balbucea. Ahora, frente a frente, habla de dos grandes pasiones que han marcado su vida: el periodismo y la literatura.

Lector voraz pero desordenado, Villoro se dice admirador de escritores como Jorge Ibargüengoitia y Sergio Pitol, a la vez que reconoce que siempre ha tenido problemas con la obra de Alfonso Reyes, a quien considera “aburridísimo”, y con algunas obras de José Revueltas que, percibe, “están lastradas por la ideología”.

A sus 60 años, a Villoro –ganador del Premio Herralde 2004 por su novela El Testigo y autor lo mismo de novelas infantiles que de crónicas periodísticas y artículos de opinión- se le ve satisfecho, pleno. Pero dejemos que hable él mismo, mientras acaricia con ambas manos su llavero del Necaxa, su equipo favorito.

-¿Cuál es el secreto de una buena crónica periodística?

Un cronista debe tener gran curiosidad por las cosas del mundo, pero debe ser una curiosidad muy amplia, de tal manera que le permita establecer conectivas entre áreas del conocimiento que normalmente no se tocan y que sólo gracias a la crónica pueden intersectarse.

Un ejemplo: cuando Tom Wolfe escribe sobre la carrera espacial, haciendo una crónica muy detallada de la conquista del espacio y la batalla entre el proyecto espacial Mercury, de los Estados Unidos, y el proyecto Sputnik, de los cosmonautas soviéticos, él compara esta situación con lo que en los orígenes de la especie se llamaba el combate individual. Aquellos momentos en los que las tribus, para no diezmarse ni destruirse completamente en una guerra, elegían a un representante para que luchara por ellos.

Wolfe establece una comparación y dice: “El cosmonauta soviético y el astronauta norteamericano están haciendo el combate individual. Los dos están luchando a nombre de las tribus para establecer una supremacía simbólica”.

Eso es muy revelador, porque al hacer una crónica de la tecnología de punta de aquella época, establece un contacto antropológico muy profundo con otras etapas de la humanidad. Este tipo de situaciones te las da la amplitud de curiosidad de un cronista. El cronista debe ser un mezclador de curiosidades, eso es lo más importante.

En el caso de periodismo escrito, hago mucho énfasis en la calidad del texto. Porque la realidad de la crónica no está en el mundo de los hechos, está en el texto. Tú, al leer una crónica, no estás teniendo un contacto directo con lo que sucedió; tú tienes ese contacto filtrado, a través de un lenguaje, una estructura, personajes, declaraciones, metáforas y datos que van formando la narración.

Una de las paradojas del periodismo es que su efecto vital es mucho mayor si está bien escrito. Ahí está una crónica como Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez, escrita en primera persona, que parece que la escribió el propio protagonista. Es una recuperación de una vitalidad extraordinaria que sólo puede tener un cronista que ha abrevado mucho en los libros.

El buen periodismo es literatura bajo presión y ahí están los ejemplos de José Martí, Martín Luis Guzmán, Gabriel García Márquez o Ernest Hemingway, para ver que algunos de sus textos periodísticos son tan resistentes, tan profundos y tan creativos como sus textos literarios. El buen periodismo resiste y se mantiene como gran literatura a través del tiempo.

-Tú mismo te iniciaste como cronista a los 13 años. Platícame de ese primer texto.

Un día que fui a mi clase de guitarra al edificio Aristos, en la colonia Del Valle, vi que éste  se encontraba en llamas. Particularmente me llamó mucho la atención la reacción de la gente. Los que trataban de escapar, que se habían subido a la azotea; los que querían ayudar, que intentaban subir muy cerca de las flamas; y hasta la solidaridad de la gente que se había quedado ahí en la calle. Me encandiló el eficiente caos y todas esas circunstancias que ofrecían una radiografía muy especial del teatro humano.

Con el tiempo he encontrado algunos testimonios de cronistas que por primera vez escribieron una crónica a partir de un incendio. En una entrevista que le hice a Ángel Fernández, el gran cronista de fútbol que para mí fue una muy importante influencia, le pregunté cuál había sido su momento más importante como aficionado al fútbol, y me dijo que fue cuando se quemó el Parque Asturias, que era de madera.

Sucedió que fracturaron a Horacio Casarín, uno de los consentidos de la afición mexicana, que jugaba en el Necaxa. La gente, indignada porque el árbitro no sancionó la falta, encendió antorchas y terminaron quemando el espacio.

Dice Ángel Fernández que en ese momento le dio la espalda a la cancha y se dio cuenta que el verdadero espectáculo estaba en el público. Tuvo la capacidad de entender que el fútbol es mucho más de lo que pasa en la cancha. A él le pareció que era el gran teatro del mundo y que ahí había algo que debía ser narrado. Tal vez sin el incendio del Parque Asturias él no se hubiera dedicado a la narración como lo hizo después. El fuego ha patentado a numerosos cronistas.

Lo que hacía Ángel Fernández era demostrar que la representación de la realidad es superior a la realidad misma. La realidad podía ser muy aburrida, no importaba. Un partido de tedio infinito él lo convertía en la guerra de Troya. Le daba una dimensión óptica maravillosa.

-Hace años se criticaba la falta de profesionalismo y el profundo conformismo de los reporteros. ¿Cómo ves al gremio mexicano actualmente?

Cuando yo empecé a interesarme en el periodismo, tenía un profesor que nos decía: “Estudien muchachos o van a acabar de periodistas”. Para él, el periodismo era el peor escalón social, que estaba por debajo de todo, y ciertamente había muchos periodistas que vivían del famoso embute; los que tenían algo de dinero era porque eran corruptos.

Con el tiempo, el periodismo en México se profesionalizó mucho. Hoy en día es una actividad muy dignificada y los márgenes de libertad de expresión en el periodismo se han ampliado. Si tú escuchas la radio, te encuentras con tertulias periodísticas de altísimo nivel de discusión. Yo creo que los periódicos han aumentado su oferta de manera muy notable.

Me parece evidente que hay grandísimos periodistas en México y en general malos periódicos. Es decir, lo que nos ha faltado es tener una organización periodística que sepa recoger ese talento y encauzarlo en un proyecto moderno, equivalente a los grandes periódicos del mundo.

-¿Qué opinas de la tendencia de los periódicos de publicar fotos cada vez más grandes en detrimento de los textos?

El rediseño general de los periódicos responde a una inseguridad respecto a los propios recursos del periodismo. Ante la enorme vigencia que están teniendo las plataformas digitales, el periodismo impreso pierde confianza en sí mismo y trata de imitar a las páginas web. Es decir, más imágenes con información más breve. Yo creo que se ha perdido un poco la brújula.

Sin embargo, no todo está perdido. Los periódicos se adelgazan, pero la gente que busca reportajes de largo aliento está migrando a las revistas. Yo creo que hacia allá va el lector mexicano, a la lectura intermedia que no es ni de los libros ni de los periódicos, sino de textos que son largos pero no tanto. Ante este panorama las revistas representan una alternativa muy rica.

-¿Cómo es el Villoro lector?

Soy un lector muy desordenado. Sólo cuando leo para escribir algún prólogo, sistematizo mis lecturas. Cuando eres joven y no has leído un libro prestigiado por la tradición y de pronto tratas de entrar a él y te estrellas por completo, como con el Ulises de James Joyce, te sientes muy disminuido, porque dices: “¿Cómo es posible que un libro que la cultura de occidente ha considerado una gran catedral del conocimiento, yo sea incapaz de comprenderlo?”.

Entonces te fuerzas a estar ahí, aunque eso se convierte, como diría Borges del propio Ulises, en la más famosa forma del tedio. Con los años te vas volviendo más tolerante respecto a tus propios gustos y te das cuenta que el tiempo es muy breve, que debes leer por placer. Entonces escoges los libros que quieres leer y dejas incluso grandes libros célebres que quizá no son para ti. Es un prejuicio pensar que todos los autores clásicos nos deben interesar. Con algunos conectas y con otros no. Yo creo que es muy sano leer exclusivamente por hedonismo.

-En tu caso, ¿qué autores clásicos no te gustan?

Yo he tenido muchos problemas con Alfonso Reyes, un autor que me parece aburridísimo. Por supuesto que reconozco la prosa, que es finísima, pero es un autor que nunca me ha gustado. Y me ha parecido una coincidencia afortunada que alguno de mis escritores favoritos, como Jorge Ibargüengoitia o Ramón López Velarde hayan considerado que Reyes era un petardo aburridísimo.

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-Ibargüengoitia, un escritor incomprendido que se fue demasiado pronto…

El caso de Ibargüengoitia es muy dramático porque murió muy joven. Hoy podría estar vivo y seguramente sería el mejor novelista mexicano. Era muy irreverente y la cultura mexicana de los años 60 y 70 no estaba preparada para el sentido del humor, sobre todo para entenderlo como forma de una actividad cultural elevada.

En México asociamos lo divertido con lo superficial. Sucede que la gran cultura mexicana ha sido fundamentalmente desgarrada y solemne, muy vinculada con las heridas abiertas, tanto en lo histórico como en lo emocional.

Pensemos en algunos títulos de nuestra literatura: El luto humano, de José Revueltas; Muerte sin fin, de José Gorostiza; El laberinto de la soledad, de Octavio Paz; Los días enmascarados, de Carlos Fuentes o Nostalgia de la muerte, de Xavier Villaurrutia. Todos estos títulos hablan de situaciones fuertes, desgarradas, y el arte mexicano ha optado más por esa tesitura.

La verdad es que la picaresca de Ibargüengoitia no fue sólo divertida, sino también muy profunda. Su pitorreo de la historia de México ofendió a muchos sectores de la izquierda porque no sólo se burlaba de la Revolución Mexicana, sino de la idea misma de revolución. Se le consideraba un irresponsable histórico. La crítica no lo apoyaba como sí lo hacían sus lectores, que desde entonces eran muchos.

-Algo similar sucede con Revueltas…

Pero el caso de Revueltas es diferente por el ingrediente ideológico. Revueltas fue muy congruente con sus ideas, aunque no sé hasta qué punto su obra perdura con tanta vitalidad como la de Ibargüengoitia. Me parece que no. Creo que es una literatura muy lastrada por la ideología. Es difícil que un lector contemporáneo conecte con su obra porque tiene algo de evangelio marxista.

-¿Cuál es tu top 5 de la literatura mexicana?

Juan Rulfo, Ramón López Velarde, Octavio Paz, Jorge Ibargüengoitia y Sergio Pitol. En particular Sergio Pitol es un autor al que le debo mucho como autor y traductor. Ha traducido más de cien libros de cinco idiomas diferentes, así que le debo mucho.

Durante toda la charla, Villoro no ha dejado de acariciar su llavero, un regalo del líder de la porra del Necaxa. “Necesito hacerlo, porque me ayuda a concentrarme”, se justifica antes de guardarlo en uno de los bolsillos de su saco.

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