Por: Eduardo Pérez
@eduardo_dice
Cuando se trata de artes plásticas todo el mundo me llena de consejos: unos exigen que valore el aspecto estético, otros el conceptual o el momento histórico; alguien más me habla acerca del valor de la obra en el mercado. Lo cierto es que cada uno de ellos lo hace con la mejor intención; sin embargo, no les hago caso.
Cuando se trata de artes plásticas, tengo a mis favoritos. El arte moderno me atrapa. Quizás tenga que ver con el hecho de que conozco la historia de cómo se llegó a él o mi historia está ligada a esa corriente.
Aunque la verdad me gusta pensar que soy un neófito, un villamelón del arte plástico, porque eso soy.
Me gusta el concepto que Aaron Copland usa en su libro Cómo escuchar la música; me apropio de su estructura sobre cómo escuchamos la música y su división en tres planos.
Me gusta esa estructura para aplicarla también en lo visual, me gusta el plano sensual del arte plástico.
Me gusta pensar que no sé más que eso, que me muevo por el deleite, por el placer que me causa el ver una obra plástica, y la sensación que me acompaña con ella al hacer cualquier cosa.
Ayer recorrí por más de cuatro horas la edición 2015 de Zona Maco, no puedo decir que vi a detalle todo lo que hay ahí. Para eso necesito volver el fin de semana. Y lo haré.
Ayer fui a llenarme los ojos de arte, fui a vaciar la tristeza y dejar paso a la sensual afición que tengo de llenarme los ojos de vida, de esa vida que recorre el cuerpo, que hace que uno se mueva, y que lo empuja a seguir vivo. Lo conseguí.
Ayer, cerca de las ocho de la noche me detuve frente al booth D201, y una bocanada de aire fresco -de ese que nos abrazaba aquella mañana de sábado en el Desierto de los Leones- me llenó por completo: sonreí.
Todos mis amigos dicen que tengo un gusto particular por obras oscuras, algún galerista me llamó “dark”, y a veces creo que tienen algo de razón.
Sin embargo, ayer, cerca de las ocho de la noche, frente al booth D201 todos los colores de una paleta muy brillante saltaron frente a mí.
Me quedé maravillado, sin pensar. Lejano a la sensualidad, al goce.
Simplemente, lo que había ahí me atrapó. Me hizo sonreír e inevitablemente me sentí viviendo ahí, en ese lugar. Aquél cuadro era un lugar feliz. Era ese lugar en el que los enamorados se besan por primera vez, en que los hijos sonríen a sus padres mientras dibujan el sol, en que la pequeña bailarina se emociona con el aplauso del auditorio, en el que el pequeño niño corre extasiado celebrando el primer gol que ha anotado; ese lugar feliz en el que caben todos los recuerdos, en el que caben todas las sensaciones, en el que uno podría vivir feliz para siempre.
Ayer sólo me hizo falta decírtelo al oído, pedirte que fueras a vivir conmigo a ese cuadro, a ese lugar feliz en el que el color es tan lindo que de pronto dan ganas de ser ese color por el resto de tu vida; sí, de tu vida.
El próximo sábado volveré a Zona Maco a recorrer los pasillos que no caminé, y buscaré ese cuadro, esos colores, ese lugar feliz en el que me habría gustado vivir contigo para siempre, no importando que la feria termine este domingo.