En las relaciones humanas se
imbrica todo un haz de relaciones de poder que pueden
ejercerse entre individuos, en el interior de una familia, en una
relación pedagógica, en el cuerpo político, etc.
Michel Foucault
Una noche invernal en la Ciudad de México arropa a un público cálido en un teatro del Centro Cultural del Bosque: El Galeón.
Una obra de humor negro y violencia intrafamiliar: Bajo la mirada de las moscas, para festejar 55 años de carrera artística de una actriz de renombre: Pilar Pellicer.
Un elenco de primera línea: Antón Araiza (Primo), Teté Espinosa (Dócil), Constantino Morán (Bruno), Miguel Romero (Veterinario), Pilar Boliver (la mujer del veterinario), Mercedes Olea (La Sirvienta Uno), Stefanie Izquierdo (La Sirvienta Dos).
Un dramaturgo canadiense contemporáneo: Michel Marc Bouchard (Lac-Saint-Jean,1958) y un director de teatro nacido en París en 1964, licenciado en Administración y Relaciones Internacionales en la European Business School (París, Londres, Frankfurt 1981-85) y formado en la Escuela de Creación Teatral del Théâtre du Mantois (1986-89); nacionalizado mexicano, y radicado en el país desde noviembre de 1989: Boris Schoemann, más conocido por ser el director de la compañía Los Endebles y del Teatro La Capilla, donde se urden diversos proyectos artísticos, talleres y una editorial especializada en dramaturgia nacional e internacional.
Una lectura de lo mordaz y lo trágico
Michel Marc Bouchard no es un desconocido para Boris Schoemann. A este dramaturgo le honra Boris nombrando su compañía con el título de una de sus obras: Los endebles o la repetición de un drama romántico, además de haber montado El camino de los pasos peligrosos, así como en fechas más recientes, Tom en la Granja. Este camino le ha permitido a Boris crear una línea en continuidad en su carrera profesional, trabajando temáticas que le seducen para denunciar, con intensidad y humor descarnado, la violencia humana, y las anomalías familiares y sociales. Con Bajo la mirada de las moscas, obra que eligió la primera actriz Pilar Pellicer para celebrar sus más de 50 años de actividad profesional, culmina una fase de esta lectura teatral mordaz y trágica.
En esta ocasión, se trata de un hombre que ha sido vejado por amor y por violencia desde la infancia, tanto por su primo (Antón Araiza) como por su madre (Pilar Pellicer), una mujer ausente y desfasada por su viudez, enredada en un enjambre de telarañas vivenciales; acaso una metáfora también donde se quedan las moscas atrapadas, como le sucede a Bruno (Constantino Morán) un adicto a la morfina, que no puede escapar ni de la sustancia, ni de la enfermedad familiar del afecto codependiente, en su irónica y voraz violencia destructiva.
Para acentuar el ambiente donde se solaza el autor en confrontar a sus personajes (y al público), lo sitúa en un enorme criadero de cerdos donde se enclava una pulcra casa, en blanco y negro, lujosa y extraordinariamente limpia.
Irónicamente en la asepsia de su diseño minimalista contemporáneo y la limpieza física del inmueble, donde hasta el servicio porta guantes de látex y donde las criadas se conducen como si se tratase de enfermeras, se contrasta y se condensa la suciedad psicológica y emocional de personajes profundamente enfermos, cuyos secretos son como larvas de moscas enquistadas entre los tejidos de la familia disfuncional.
Entre un coctel actoral y de situaciones
Así, en esa gran estancia posmoderna, cuyo doble fondo se deja ver en una ‘pared’ (cortinaje) de gasas blancas que divide el escenario en dos, se desdobla la intriga de ese hijo pródigo, que a pesar de haber huido de su linaje, tiene que regresar por su dosis de “medicamento” dado que los dolores abdominales son atroces. Pero no ha vuelto solo, ha regresado con su talismán humano, una “salvadora”: Dócil (Teté Espinosa), una chica que trabaja como cantinera en el bar del pueblo, un personaje lleno de vida que contrasta tanto en la forma de vestir, como en su comportamiento.
Su naturalidad y su fresca ignorancia, aderezada a su modesta condición social, parecen unirla a Bruno por un coctel de situaciones: quizá un shot de embriagador gusto adrenalínico, un chorrito de placer mezclado con agua carbonatada de ambición e interés económico, además de unas gotas de ternura adornadas con una cereza de afecto solitario.
En esa barra de opciones, Dócil también queda atrapada en la intriga en la que se verán coludidos algunos personajes, directa e indirectamente, bajo el escrutinio de unas sirvientas no menos siniestras, de ojos como de panal de abejas que parecen mirar justo con esa visión de 360 grados que tienen las moscas.
La puesta transita en el texto y en el montaje, entre dos aspectos contrastados, que en la primera parte tienden a densificar la obra, de tal manera que parece estancarse, debido a una actuación que no lograr imponer el ritmo ágil que supone la relación entre los personajes del Primo, Bruno y la Madre, que están realmente adocenados en un tipo de actuación casi hierática, y que sólo se aviva con la presencia de Teté Espinosa.
La sospecha teatral deviene de que no solo se trata de una caracterización de los personajes por su estilo como gente de alta sociedad, que a su vez teatraliza su propio drama familiar (se recrean escenas que repiten ante sus visitantes y espectadores reales y dentro de la ficción), sino que en verdad no alcanzan a lograr un desempeño fluido.
El personaje del Primo, que es el que más podría lucir en toda la primera parte de la obra, nunca logra la agilidad mental y energética que supone la ironía fina, la del jocoso desprecio del erudito que hace escarnio de lo burdo, del mal gusto y de la ignorancia de los demás. En específico, de la chica que acompaña Bruno y que es blanco de exquisitas ironías intelectuales, y que deben dar al espectador el tono de humor negro que subyuga del texto, pero que no se logra, salvo por el contraste de Dócil, que en manos de Teté Espinosa se convierte en el personaje donde toda la primera parte de la puesta se sustenta. Lo hace de una forma totalmente natural y espontánea (como lo indica su personaje), pero cada que deja de intervenir, la obra literalmente se viene abajo.
En el caso de Pilar Pellicer, se esconde este vacío de ritmo, acaso porque su personaje se lo permite, diría que allí el fallo resulta jocoso y hasta verídico, funciona para el fin general de la obra; pero en el caso de Araiza y Morán este vacío resulta más patético que sus personajes, en tanto que no están a la altura de lo que demanda el texto y la calidad de actuación del resto de sus compañeras. Porque hay que decir que, si la obra termina bien, es gracias a que todas las actrices están perfectamente encarnadas en sus personajes, superando notoriamente a los varones.
No hay ninguna de las actrices que esté fuera de tono, que no desarrolle este aspecto jocoso y siniestro. Todas, en sus pequeñas o grandes intervenciones, evidencian la grandeza de la obra en ese prurito de complejidad y banalidad envuelta en desgarradora ironía y escozor que plantea Bouchard, y que sin duda Schoemann tanto disfruta de llevar a escena.
Los actores simplemente no comunican, su energía está totalmente disminuida, sin relieve y hasta resulta saboteadora de esta producción que se nota esmerada, tanto en la escenografía de Xóchitl González, como en la iluminación de Víctor Zapatero; como en el diseño sonoro de Joaquín López Chaz con los efectos especiales de Alejandro Jara, que siempre son el acento de la puesta. Aquí, lamentablemente, son los actores los que derraman el líquido del vaso y se desperdicia la vitalidad de un montaje que no prometía no tener mácula alguna.
Detalles y luz interior
Cabe pues señalar esos detalles que hacen brillar una actuación desde su luz interior, como es el caso de Mercedes Olea, que con tan solo unos gestos y una energía concentrada casi de teatro Kabuki, logra emanar toda una historia de fondo que no se cuenta, pero que está intrínseca en el contexto de la obra.
Ni qué decir de Stefanie Izquierdo, en su minúscula intervención deja arrobado al público con un chispeante desarrollo de su acción principal. Y como ya es costumbre en una actriz como Pilar Boliver, a quien le debemos sacar del letargo la obra en la ‘segunda parte’. Desde los primeros 20 minutos, ya deseaba que saliera, porque siempre que ella aparece haciendo lo que mejor le sale, que es sin duda la comedia, el escenario se llena de vigor y de luz, gracias a su aparición el público no dejó de reírse hasta el final y la obra encontró su punto de equilibrio.
Fue ella la que se adueñó de esa jocosidad enunciada pero no accionada en la primera parte, salvo –como ya se dijo– por las intervenciones de Teté Espinoza, pero que quedaban como un personaje de contrapunto, dado que no alcanzaban a comunicar al público que se trataba de solazarnos en la tragedia, y no de quedarnos gélidos con actuaciones en una especie de “cámara lenta” que no mostraron la vitalidad de esos diálogos jocosos, pero mal acentuados, y cuya traducción al español estuvo a cargo de Pilar Sánchez Navarro.
Así, pues, la obra que sobrevuela como mosca sobre toda clase de metáforas y un sin fin de significados, eminentemente simbólicos, entre lo sucio que puede ser un cochinero y las moscas que produce lo podrido, nos permite visualizar en vivo y a todo color aquel dicho de “las margaritas echadas a los cerdos”. Es decir, vivenciar el contraste de lo echado a perder frente a la belleza de una suerte de “flores de loto”, que no se contaminan con las lodosas aguas profundas de los pantanos.
Hasta el 7 de febrero.