Arte y Cultura

#ElTelónDeLaDiabla Bashir Lazhar: prohibido vacunar a los jóvenes contra el teatro

 

 

La educación no es un tema de coyuntura. Por eso el restreno de Bashir Lazhar de Evelyne de la Chenelière, una puesta del director Boris Schoemann, que se retoma como parte de la conmemoración del 15 aniversario de la Compañía de Teatro Los Endebles, reitera mi opinión de que este montaje debería ser una obra de cabecera para las escuelas.

Bashir Lazhar, estrenada en el Teatro Benito Juárez en 2009, ha recorrido varios foros de la Ciudad de México y hoy vuelve a escena en el Teatro la Capilla (Madrid, 13, Coyoacán) todos los miércoles a las 20:00 horas. La mancuerna Mahalat Sánchez (directora) y Boris Schoemann (actor) consolidan un trabajo que, como colegas de la compañía Los Endebles, les ha permitido un montaje bien estructurado.

La historia trata de un argelino a quien la tragedia en su país lo despojó brutalmente de su familia. Exiliado en Canadá busca trabajo en una escuela donde, por encima de las diferencias culturales, lo que prevalece es la confrontación en diversos tópicos que desenmascaran la tradición educativa de la escuela.

La injusticia y la violencia en el salón quedan al descubierto ante la pedagogía del nuevo profesor, que lejos del conductismo y la rigidez tradicional, opta por hacer pensar a los estudiantes, exhortarlos a la libertad, a la creatividad y al enfrentamiento de los problemas amargos de la vida.

Chenelière ha expresado respecto al tema de la docencia que si ella fuera maestra, no sólo buscaría no aburrir a los alumnos, sino que especialmente sería cuidadosa de no romper “una gran historia entre el niño y el aprendizaje”, y de esto trata fundamentalmente la meta de Bashir, y por ende, la expresión artística del grupo, que ha cuidado que este monólogo esté lleno de recursos que mantengan al público alerta, interesado y comprometido con lo que se dice en el escenario.

Como ya es característico de Los Endebles, el trazo escénico es muy limpio, los movimientos se enlazan uno a otro en una cadencia tan armónicamente organizada que, aún en la dinámica de un manejo de tiempos sincopado (se va del pasado al presente en diferentes direcciones espacio-temporales), todo fluye como un vals. Directora y actor se funden en una misma idea de intencionalidad dramática y eso se traduce en que todo, absolutamente todo lo que sucede, está tan ensayadamente bien, que parece “natural y espontáneo”.

Los mínimos elementos escenográficos y de utilería, como son una mesa, una silla y el portafolio del profesor, resultan suficientes bajo una luz que en la desnudez de su aplicación bien focalizada, logra levantar los escenarios imaginarios e imaginantes que el personaje y la historia necesitan para situarnos diacrónica y sincrónicamente en la historia.

Una vida interior sutil, pero tenazmente poderosa del personaje (como lo es también Boris cuando imparte cursos; yo misma lo he presenciado) trasmite esa singularidad genuina al protagonista, que aprovecha al público para transformarlo en su alumnado, y le sirve como un recurso ideal para poner énfasis en la reflexión y el humor. A través de situaciones irónicas mueve en el espectador fibras de sentimientos muy hondos donde puede reivindicarse la figura del maestro y su misión de vida, pero también exhibe la ranciedad en la que los sistemas educativos se han instalado omitiendo su razón de ser: el educando.

Si tan solo el teatro llamado “escolar” se saliera de su trabajo clientelar, donde los maestrillos quesque de literatura fomentan un teatro pésimo para ganarse unos pesos extra, y mejor hubiera promotores serios que se dieran a la tarea de difundir obras consistentes, realmente edificantes y educativas para niños y jóvenes, seguro que ésta sería bienvenida en múltiples foros escolares, tanto de instituciones públicas como privadas.

Pero parece que es al contrario: se eligen compañías de teatro de medio pelo, o bien son los propios chavos de la escuela quienes “actúan” a los clásicos, en unas horrendas adaptaciones al más limitado entender de los profesores de grupo, y los pobres chamacos terminan haciendo un ridículo sin parangón. Los que asisten a las representaciones de esas agrupaciones mercachifes, dedicadas a vender obras a las escuelas y que hacen que los alumnos paguen por la función, lo hacen también en contubernio con los profesores a modo de pase directo de la materia; y con estas puestas de mal gusto y pésima calidad artística, se vacuna para siempre a los jóvenes a no volver jamás al teatro, a menos que obligatoriamente su asistencia se refleje, de nueva cuenta, en el Reporte de Evaluación, como le llama hoy la SEP a lo que antes conocíamos como la boleta de calificaciones.

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