Quizá una de las obras de la edición 43 del Festival Internacional Cervantino que más expectativa causó fue Desde Berlín, una idea refrescante que hacía cofradía musical entre nostálgicos alrededor de una voz que se extinguió en 2013, pero que vivirá por siempre en nuestros corazones: Lou Reed.
El concepto que revivió el emblemático vinilo Berlín (1973) en el Teatro El Galeón del Centro Cultural del Bosque, dirigido por Andrés Lima, llevó a la escena los elementos indispensables para dar vida a Caroline (Nathali Poza), la prostituta de la historia, enamorada de Jim (Pablo Derqui), un proxeneta drogadicto. Pero la chispa de la idea se quedó girando en un surco sin evolucionar de la anécdota melódica al territorio de un texto sólido, por más que fueron tres autores quienes intervinieron en el libreto: Juan Villoro, Juan Cavestany y Pau Miró, o quizá por ello.
Se sabe de la filia melómana de los autores que hicieron del histórico LP un homenaje teatral, y en el imaginario colectivo de fans y adoradores del rockero neoyorkino esta puesta tenía casi la “obligatoriedad” de ser tan inolvidable como el vinilo, ese que fuera en su momento destrozado por la crítica por ser un disco “morboso y mediocre”. No obstante, se quedó en el mero goce del intento de sus admiradores, que no alcanzaron ese toque decadente y destructivo que demandaba esencialmente la vena de la historia; de haberlo hecho estaríamos hablando de una puesta memorable.
Pero todo indica que la asepsia contemporánea del montaje (en desacato de lo abyecto que prima en la narrativa musical) se erigió como significante primordial en la pantalla de fondo que monta la letra en grande de las canciones, en una emulación artística del YouTube–; esto sumado a la sombra de la pianista tras bambalinas deja como telón de fondo a la música, cuando ésta debe ser la sangre y la carne de los protagonistas. También se traslucen unos personajes que parecen salidos de la época de la Movida española, más que de los suburbios de un Berlín tenebroso y maldito, dando como resultado la apertura de un hueco en la oportunidad de que esta puesta fuera uno de los platos fuertes del FIC.
Desdibujada del paisaje que intenta recrear la obra, añoramos la reminiscencia estética de la voz aguardentosa de un personaje mítico y urbano como Reed, que se rasgó –literal y literariamente– la voz y las vestiduras, para inmortalizar subversivamente a estos marginados en un disco que hoy es considerado uno de los mejores álbumes de la historia.
Hablamos de un disco de culto tan solo por la rola The Kids, una canción que incluye un bebé llorando y un niño gritando “¡mami!”, haciendo alusión a esos pequeños que fueron arrancados de su madre por la Seguridad Social. Tan solo esta escena hubiera sido un eje fundamental en el sino del drama, pero su referencia pasó sin pena ni gloria. En cambio, se solazó en hacer que todo se centrara en la imposibilidad del amor, y dado que el “amor no parece morir de muerte natural, hay que matarlo suicidándose”, parece ser el estribillo elevado a signo de tesis donde se ciñe la puesta, y se estrecha en un lugar común de la relación de pareja, justo de lo que escapa precisamente este disco.
La obra, se esmera en mostrar “una historia de amor y autodestrucción”, como asegura Borja Sitjà, director del Teatre Romea de Barcelona, casa productora de este espectáculo, pero se evade de lo que prometía: ver a los decadentes personajes cantando y tocando al menos 10 canciones interpretadas en directo procedentes del álbum, con los arreglos de Jaume Manresa, y que en su versión original incluía dos extras como el Perfect day; amén de que garantizaba recrear el aliento estético de otro grande como Andy Warhol, a través del video que Miquel Ángel Raió produce como toque complementario a los acordes exactos de esta memoriosa tragedia contemporánea. Pero nos quedamos ayunos con un menú teatral que sólo trajo la cereza del pastel.
Las luces mal puestas de frente al espectador que nos lamparearon, el micrófono que no dejó escuchar bien a los actores, el sonido mal ecualizado al inicio que hizo que retumbara el ruido viciado en nuestros oídos, fueron algunos de los desatinos de esa función, donde lo único sorprendente fue la escenografía de Beatriz San Juan, en la que la cama subsume a la protagonista que desaparece ante nuestros ojos, como un acto de magia.
Falta de emoción y contacto genuino con el público por parte de los actores, en un trabajo en el que se miró irónicamente falta de ritmo y de garra, ausencia de música y de degradación, quedando en el íntimo recuerdo icónico de quienes la escribieron y más bien, la sola idea del disco nos volvió hacia la opción primaria: imaginar nuestros protagonistas a partir de la música.
Así que tras la función, que pareció mucho más larga de lo que fue, lo único que dieron ganas fue de irse a casa a poner el disco y servirse una trago de whisky rememorando la escena donde los personajes hacen el amor, quizá lo mejor de esta obra que garantizaba “un poema visual”, tal como lo anunció Borja Sitjà. En la escena en la que los actores están en la cama, uno prefiere ver el video de Miguel Ángel Raió y la sugerente edición de Francesc Stiges-Sardá, porque saboteado o deliberado (no sabemos) es lo más intenso y emoliente de la obra.
Esto es lo que rescato, a cambio de obtener un pálido reflejo descafeinado de la sórdida herida urbana, entre la violencia y la inmolación que provocan la droga y la miseria que degrada todo lo que toca; esa depauperación humana y profunda que nos horada y a la que le cantó desgarradoramente, Lou Reed.