Arte y Cultura

#ElTelónDeLaDiabla ¿Esperando a Godot o esperando el absurdo?

Esperando a Godot es una matrix estética, una de las primeras obras abiertas del teatro universal, de donde apenas hace muy pocos años los jóvenes dramaturgos mexicanos están empezando a servirse seriamente a manera de palimpsestos, y también como medio para concursar y sacar premios de significativo valor económico en un reconocido Festival Beckett de Buenos Aires nacido en 2006. Este festival ha impulsado desde entonces un verdadero movimiento becketiano en todos los frentes artísticos alrededor de la vida y la obra del autor, desde la investigación y la difusión, pasando por las artes escénicas, la literatura y las artes visuales. Así que Beckett está más vigente que nunca, y por ello causa tanto interés en el ambiente artístico conocer todas las nuevas versiones y relecturas de su obra, en las que abundan, desde luego, toda clase de versiones libres. Hoy en día, cuando se anuncia en cartelera una de sus obras, inmediatamente se generan toda clase de expectativas sobre cómo cada director mostrará su resolución escénica en el marco del teatro contemporáneo de cada país.

Esperando a Godot, dirigida por José Luis Cruz, y que se presenta actualmente en El Círculo Teatral todos los miércoles a las 20:30 horas, inevitablemente atrajo mi atención porque, particularmente en México, las vanguardias fueron exploraciones abortadas en su momento, salvo contadas excepciones; el teatro profesional no les dio cabida, reduciendo sus posibilidades a grupos universitarios o de diletantes  escénicos llamados “experimentales”, en tanto que los contenidos ‘pesimistas’ y críticos contra el Sistema –concebían los teatristas serios de instituciones culturales y los productores—, eran asuntos y temas negativos dignos de “alborotadores” de Izquierda, especie de románticos nihilistas que no veían — porque “no querían”– la mira al alcance de su vida de un “mundo mejor” . Esos chicos que en su equivalente de hoy serían tildados como personas “tóxicas” con “mala actitud” que tanto le comen el seso a los líderes de la New Age.

No obstante, las vanguardias del teatro han venido a comprobarles a los dramaturgos de la nueva época que nada de lo que hacen hoy sería posible sin autores como Eugène Ionesco y Samuel Beckett, por mencionar los más populares. Dado que, desde el frente del binomio de un teatro que se planteó nuevos paradigmas desde el espacio mismo vinculado a su escenificación, y donde el sistema de acotaciones se convirtió por primera vez en un listado de referentes abiertos a la lectura dinámica de la escena y no a una nomenclatura cerrada aprisionando las posibilidades del montaje, el teatro no ha tenido en el tema de la dramaturgia una revolución más importante y radical desde los años 50.

Ahora las obras de Beckett cobran estatuto de referente obligado: son evidentes variaciones ‘posmodernas postvanguardistas’, transformadas en el sesgo actual de la teoría como micropoéticas; aunque muchas veces en ciertos autores del país se nos presentan como voces impostadas, más ligadas artificialmente a ilustrar la teoría, que como una consecuencia lógica al desarrollo artístico personal, sobre todo, en las generaciones de los más jóvenes.

Pero tratándose de los montajes y de un creador maduro como José Luis Cruz, la cosa cambia, porque estamos ante un director que fue de aquellos jóvenes que quedó fuertemente impresionado en su momento con este clásico y tiene sus propios referentes personales para traerla de nuevo a sus intereses escénicos, mostrando la rebeldía ecuménica del texto en un momento político y social tan crítico como el que se vive en México. Y es allí donde, tras darle muchas vueltas al tono de la obra, es que me permito “abogar en favor ” de este montaje que de manera impresionista me evocó un revival del mejor teatro de los años 70, pero que me hizo “ruido” en la mirada actual. Esto sucedió por ser una puesta que se visualiza en primera instancia dentro de un realismo que se contrasta justo con la crudeza absurda y pesimista con la que Beckett se ha distinguido de toda la literatura dramática sin encontrar, a juicio de los especialistas en el tema, “ningún parangón en la historia del siglo pasado”.

Así que, antes de anticipar ninguna conclusión espontánea, cosa que suele suceder con obras en las que uno tiene en racimos comparaciones, he querido adentrarme a los motivos del director para animarse a transgredir esta convención del teatro del Absurdo puro y duro,  a cambio de devolvernos una apuesta que no está pensada para el público erudito, sino para una audiencia más amplia; y es allí donde las transformación de los sórdidos personajes de Beckett en payasitos de crucero, indigentes y tal vez ¿porqué no? en algún “rey de la basura” local o tratante de personas y explotador de mendicantes del Metro, tendrían una lógica perfectamente adecuada, más allá de querer encontrar en este montaje un sucedáneo a la manera de un artista, como Philippe Quesne, representante del teatro contemporáneo francés más sobresaliente en la actualidad.

Con las actuaciones de David Ostrosky (Estragón), Josafat Luna (Vladimir), Sergio Acosta (Pozzo), Evaristo Valverde (Lucky) y Andrea Acosta (Niño), el Godot de José Luis Cruz es una versión libérrima que transita entre dos bandas emocionales en apego a la estética del mexicano promedio, que va de la comedia ligera con sus tintes fársicos, y se traspola hacia un sentimentalismo melodramático; más que existencialmente paradójico y brutalmente pesimista como el autor lo sugiere en este clásico de clásicos.

Se ha dicho más de una vez, así como Buñuel se refirió a nuestro país en relación al movimiento Surrealista, que “hacer teatro del Absurdo en México es hacer realismo”, y hay algo de esa idea semilla sembrada que fructifica en la visión rectora del director. No hay ingenuidad, no hay un error de cálculo y menos es un despiste mostrar a los personajes de la pobreza económica neoliberal, confinados a la miseria humana en pleno despoblado, en ese vacío  del sistema imperante en el que se precia —dicho en la voz del propio director— como la del “capitalismo salvaje”.

Así, en medio de la nada, y en medio del tiempo que se vuelve una quimera cuántica, en esa física de realidades y universos paralelos, estamos frente a cuatro actores que muestran dos planos de actuación bien definidos en duplas; a saber si esto es también buscado o producto ya de sus propios desenvolvimientos histriónicos. No obstante, me inclino a pensar de nuevo, en la deliberación (asumiendo la consecuencia que puede no gustar a muchos), de que tanto Ostrosky (Estragón) y Josafat Luna (Vladimir) estarían en un primer plano de actuación (eminentemente el de las personas en su realismo cotidiano) los personajes que son el “malabarista” de semáforo y el “viene viene” de la calle, como aquellos hombres a quienes ahora les quieren endilgar el multihomicidio de la Narvarte; y por otro lado estarían Sergio Acosta (Pozzo) y Evaristo Valverde (Lucky), quienes irrumpen poderosamente desde la segunda parte del primer acto con una potencia actoral en la escena, y que de no ser por eso, la obra hubiera decaído totalmente en una parodia de poca monta.

El tono de la actuación y la propia “caracterización” de estos dos últimos personajes (en la que agregaremos más tarde a Andrea Acosta, también en su personaje de Niño), están en un nivel superior tanto de inmundicia como de desahucio de la humanidad, pero también de actuación, dado que crean un estado convulso dentro de la escena no visto antes hasta que entran ellos, y donde la risa deja de ser un recurso de la comedia incidental de los otros personajes-actores, para convertirse en la cruel carcajada de lo patético, que es en suma, la esencia provocativa de un texto como éste.

La hermandad humana, representada por Vladimir y Estragón como afirma Kennet Rexroth, apunta a esa reivindicación de la camaradería aún en los resquicios de la podredumbre de una sociedad rota, y se extrapolan en dos momentos culminantes que se vuelven paroxísticos en la obra, a cargo de Sergio Acosta y Evaristo Valverde, ambos en sus respectivos momentos “unipersonales”, en el que atizados por el tirano en turno (ambos juegan este rol) elaboran estertóreamente una fabricación intertextual que atrapa hipnóticamente la atención del público.  Nos atrapó (me sumo) en la redes de un mundo incognoscible dentro de una puesta hasta ahora básicamente en tono realista, pero convertida en un oasis emocional distinto que estrujaba la vida –tanto de los actores como la del público–. Allí quedó asentado y capturado el punto crítico de esta agonía existencial en la que estamos en este país y en la que no vemos que llegue nunca la justicia, tal como no llega nunca Godot en la obra, y mientras tanto hay que seguir y volver a esperar como si nada supiéramos de esto.

José Luis Cruz, como muchos otros estudiosos del arte y creadores, que vislumbraron el potencial de esa estética de protesta paradojal hace 40 años, –en su evidencia deconstruida actual– resucita la estética de los años 70 pudiendo sostener una idea becketiana clave en su versión libre: la del espacio como metáfora del vacío existencial donde el hombre se pregunta la razón de su vivir, el sentido que parte de algo que ya no recuerda y que va hacia un futuro que quiere atrapar en el presente, pero que no llega… ¿O sí?

La esperanza de lo inaudito en dos actores como David Ostrosky (Estragón) y Josafat Luna (Vladimir), que pueden llegar a chocar con la convención de una actuación remitida totalmente al teatro del Absurdo, no obstante libran la impresión momentánea para ocupar su sitio, y a mi juicio, me ofrecen, con la distancia del análisis crítico que toda puesta amerita, la opción de la voluntad de un director que logra llevar a su elenco a lugares que ellos mismos acaso no han probado por sí mismos, y con este punto, subrayo que el trabajo actoral de Andrea Acosta, tal vez porque no lo hurta y más bien lo hereda, estaría en esa tónica que se sale del hiperrealismo para autoreferenciarse en su mostrenca opacidad incidental cautivándonos.

Si no fuera real esta hipótesis, quizá David y Josafat tendrían que emular a sus colegas actores y entonces todo sería distinto, tendríamos que hablar de otra obra y no de ésta. Por ahora, esto es lo que hay, una música que suma acentos, una rama de árbol absolutamente innecesaria, que bien puede quedar acotada con la proyección del fondo del escenario, y un trazo escénico que deja una sensación de que se hizo en forma italiana y no para que el público rodee el tablado, lo que impide dar mejores posibilidades de espectar al público de los laterales.

Finalmente, en este y en todos los Godots que en el mundo han sido, hay una cosa que es insoslayable de la profundidad noética de sus personajes: su relación amistosa. El mundo podrá no tener arreglo, habremos llegado quizá al final o al preludio del anunciado ocaso de la historia y de la vida, pero son siempre los amigos los que nos llevarán de la mano para desear levantarnos al día siguiente.

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