Psique es una experiencia inédita, en cuanto al tipo de propuesta escénicas que se presentan hoy en día en la Ciudad de México, porque es una puesta que honra los orígenes ancestrales del teatro y aborda un mito arquetípico occidental: Eros y Psique.
La vida, como las temporadas de teatro en México, dan muchas vueltas. Así que tras la primera tanda de 50 representaciones de la obra, dirigida y conceptualizada por Rocío Carrillo y la Organización Secreta Teatro, que recién terminó temporada en el Teatro La Capilla, seguramente vendrán otra 50 funciones más, porque este trabajo aún no cumple su ciclo frente al espectador. Psique es una experiencia que vale la pena vivir, porque deja huella de largo aliento.
Con las actuaciones de Alejandro Juárez-Carrejo, Jonathan Ramos, Ana Belén Ortiz, Ernesto Lecuona y Alejandro Joan, la música de Betsy Pecanins, Ulises Pérez y Óscar Acevedo (éste último interpretando las percusiones en escena); el entrenamiento vocal de Margie Bermejo, el videoarte realizado por Alan Kerriou y el vestuario de Erika Gómez y Luis Pablo Montaño, este conjunto creativo ha conjurado una vuelta de tuerca escénica, al remontarse al pasado que le dio origen al teatro. Mucho antes de que los bailarines-actores primitivos soñaran siquiera con un escrito para pronunciarse ante las fuerzas de la naturaleza y ante su propia ontología, en búsqueda de las respuestas existenciales. Psique es la puesta al día del mito de Perséfone que reina el mundo subterráneo y es guardiana de sus secretos.
La trascendencia de los mitos son la reafirmación de que, a través de su señales arquetípicas y a partir de las metáforas que conforman su constructo poético, conservan su carácter universal traspasando el tiempo; y es que tienen una cualidad de condensado noético en la vivencia humana, al menos en la génesis del mundo occidental.
El trabajo de Rocío Carrillo consistió en una exploración con su grupo hacia esas profundidades míticas y propias. Partiendo de una premisa como la del mito de Psique, se trenzó una historia que no requiere de palabras para desarrollarse, pero que finalmente es inteligible y poderosamente contemporánea, en tanto que el tema del amor y sus componentes de imposibilidad para ser completado siguen estando en la ‘agenda’ emocional y vigente de todos nosotros. Es decir, el tema del eros y del tánatos, del amor y del desamor, están en revisión constante en cada época; los seres humanos seguimos indagando formas y expresiones para cumplir nuestra pulsión, más allá de la reproducción, de la complementariedad y del acompañamiento. Se trata de una premisa consubstancial al ser, un sino primitivo y salvaje que encuentra en la diversidad cultural y psicosexual de hoy en día nuevos derroteros fundacionales, pero sin abdicar de su baza psicoemocional como parte del camino de la vida.
La historia de Eros y Psique es un cuento popular muy antiguo, anterior al que fuera dado a conocer por primera vez como novela en el siglo 2 antes de nuestra era por el poeta romano Apuleyo, con el título El asno de oro. El mito quedó en el inconsciente colectivo y en los anales de la historia, y es justo en este registro arquetípico donde Rocío encuentra su eje dramático, su gesta escénica contra la tradición del teatro de diálogos escritos. De esa manera, se sitúa en una apuesta que arriesga todo al movimiento, a la dramática gestual y a la música que da acentos a la acción corporal, para decir lo que importa, sin pronunciar palabra; acaso un “no” contundente, como una tilde en su monográfico montaje de señales metafóricas, y en su poética de plástica folk y ritual, muy “primitivamente-contemporánea”.
La investigadora en psicología Gisela Labouvie-Vief, quien ha escrito sobre el tema, subraya que es en la palabra griega Mythos, donde se asienta la idea misma de narrativa, diálogo, argumento al calce; es decir, nos remite naturalmente a todos aquellos aspectos del lenguaje y sus significados que “no pueden ser demostrados o formalizados, sino sólo vislumbrados a través de la intuición”. Y es allí donde encontramos el anclaje de esta puesta, en el fluir del acontecimiento teatral construido en secuencias dramáticas metafóricas, que dialogan con los sonidos y la música en vivo, y con los elementos de utilería y vestuario que contextualizan no sólo a los personajes, sino sus aspectos interiores.
Seguir esas señales hace que en los primeros 10 minutos de la obra ya estemos inmersos en la convención de la historia, y vivamos al unísono con los actores su búsqueda colectiva y personal del amor, en el marcaje de su heroína Psique, que en la interpretación de Ana Belén Ortiz materializa con total precisión y emoción el ideario de este personaje emblemático, sin desperdicio. En ningún momento la voz, su corporalidad o gestualidad dramática se disipan, y es gracias a esto que nunca suelta su responsabilidad de ser el “ombligo” de la obra; esto permite una dinámica armónica que no decae y relaja el deseo incipiente de que intervengan las palabras.
Retomando el enclave de abordaje de Carrillo, que parece coincidir a pleno con esta organicidad de la que habla la especialista Labouvie-Vief, la obra está cimentada en un discurso que no se desvela a partir de la lógica, sino que se objetiva en el desarrollo escénico a partir de ese mythos que alude concreta y especialmente al lenguaje de la poesía y de los sueños; a una línea espacio temporal ubicada en un limbo onírico, por lo que la obra en ese sentido es más una ensoñación que una anécdota lineal, fiel a la doctrina de las palabras. Es pura experiencia dramática y vivencial, es llanamente teatro, sin adjetivos.
Se puede alcanzar el sentido estricto del significado del mito a través de la forma original que aludía a los sentidos, por eso es necesario despojarse de un necio intento de definición escénica cartesiana, porque visto de esa manera desnaturalizamos su propia simiente creativa. La motivación del mito está presente, y cada actor ha conseguido una cualidad no sólo de interpretación de su propio personaje, sea Afrodita/Caronte con esa presencia deslumbrante de Jonathan Ramos, que nos brinda un gigante en la escena apoyado sin duda con ese vestuario que hechiza los sentidos; o bien a través de la extraordinaria estampa de Pan que ejecuta Alejandro Joan (Moira y Cancerbero), que no sólo visualmente es un titán por su potencia escénica y corporalidad, sino también por esa caracterización de estética simbolista que reinterpreta lo greco-romano, un signo distintivo en toda la visualización de los personajes.
Si algo hay que reconocer en el elenco es ese equilibrio y unidad en la que ninguno está fuera del concepto general que se plantea. Alejandro Juárez-Carrejo (Perséfone, Moira, Cancerbero), así como Ernesto Lecuona (Eros, Sileno, Moira, Cancerbero) están en una tesitura de personajes al servicio de lo que su poética les impone, y no en la de demostrar su apellido estelar. Una forma muy en desuso, porque los actores hoy en día “ajustan” los personajes a su personalidad y no a la inversa, como el oficio del comediante obliga en tanto instrumento, eso le da un tono de congruencia a la obra que nunca se traiciona.
Hoy en día, los teatreros de un tipo de teatro solazado más en el texto que en la puesta escénica, en una visión en donde las palabras forman el todo y no una parte de… han creado una diatriba artificial y absurda contra las puestas eminentemente teatrales en su sentido de acción. Me recordó una vieja rencilla setentera entre los artistas plásticos mexicanos, que empezaron a enemistarse en el gremio y a cerrar filas contra quienes hacían performances, ready mades, arte objeto o videoarte, etcétera, atacándolos de no hacer ese arte de tres bandas, ése que ha subsistido siempre sin cuestionarse su lugar en el mundo del arte. Es decir, como si la moda o la vuelta de un teatro retórico, un teatro que narra y dice pero que raya en la lectura dramatizada más que en la acción, tuviera como función desplazar los otros teatros. O bien, como si los nuevos planteamientos de una generación que está forzando su creación para acomodarla a la idea del teatro postdramático –a veces sin causación ninguna–, han hecho creer que el teatro que define su función en el significado simbólico de una acción, y aún más, en la ostención; esto es, en la dinámica de vinculación de sentido prelingüístico ligado a lo libidinal más que a la retórica, sea eliminado frente al teatro de sentido retórico biunívoco.
La premisa de ese recorrido de Psique en la lucha por el amor, a partir de las difíciles pruebas que sortea la heroína, contrasta con el discurso manido de los príncipes que son los que tienen que luchar contra el Dragón, para salvar a la princesa y consumar el amor. Estamos, en ese sentido, ante la reafirmación del femenino; ahí sí, en ese lenguaje expresivo que hace patente que la obra la dirige una mujer, desde un constructo personal e ideológico que la implica, y podemos decir que afín a ese reto autoimpuesto logra su cometido.
En la realización total de recursos en juego, sería deseable ir quitando los sobrantes de algunos elementos que desentonan precisamente con la forma “pura” del teatro a la que le apuesta Carrillo. No hace falta una puerta real, un juego de té o un reloj de arena, ni mucho menos algunos guiños de los actores que se notan representacionales, en una apuesta eminentemente poética, que se fuga de la descripción hiperrealista, porque se ensucia el trazo y se sabotea la estética general de la obra. Que, dicho sea de paso, requiere un escenario de mayores dimensiones, porque el abigarramiento actúa en contra total de la propuesta.
Estoy segura de que está obra tendría un futuro exitoso en cualquiera de los teatros del INBA, a condición de que no sea eliminada por uno de estos dramaturgos recalcitrantes que conforman los plenos de selección, y que ajustan a modo la realidad escénica contemporánea a casi dos únicos criterios: el teatro que debe apoyarse es el de sus colegas narraturgos (por extensión casi exclusivamente hombres, por cierto), y el teatro que recibe toda clase de becas y dádivas institucionales.
El público merece conocer opciones de artistas independientes, tal como pasa con la retórica del ya caduco sistema de partidos que todos abominamos. Estamos cansados de ver a los mismos teatristas en todas partes determinando una “realidad escénica” que no es tal, ciñéndose a difundir solamente el trabajo de unos cuántos representantes de la oficialidad creativa; incluso la de los jóvenes, que en vez de ser el ala progresista del arte, se han convertido en hacedores de teatro para ganar becas, sin pretender abrirse espacio seduciendo nuevos espectadores.
Se requiere que las instituciones amplíen ya sus cotos de gestión y difusión cultural abriéndose a la diversidad estética, dando lugar a artistas que no reciben un cinco del Estado, y que les cuesta mucho conseguir espacios donde ensayar y presentarse, y cuyo yugo económico aprieta y hace fenecer sus propuestas, antes de culminar su ciclo vital como producto creativo, y su recuperación de inversión financiera.