En el majestuoso Teatro de la Ciudad, Esperanza Iris, se presentó la Gekidan Kageboushi Theatre Company de Japón el fin de semana pasado y fue una espectacular forma de despedir el ciclo de las vacaciones de verano, que terminaron en casi todo el país el 23 de agosto. Un domingo inolvidable gracias a un teatro emblemático, con un público arrobado por la sencillez y pulcritud de este arte legendario, que ha renovado su repertorio a lo largo del tiempo para conservar lo mejor de los dos mundos: el teatro antiguo y el teatro contemporáneo de sombras.
En gira por Latinoamérica, esta compañía fundada en 1978 con la finalidad de preservar una milenaria tradición de teatro de sombras y difundirla en el mundo, se dio a la tarea de recrear viejas historias, así como a la de conceptualizar la técnica en una forma completamente actual, usando las nuevas tecnologías al servicio de narraciones que alegran y conmueven al corazón. Su cualidad, además de la vivencia plenamente estética, es llevar al espectador a un estado de paz interior y religar el sentido de convivencialidad que el teatro, desde sus orígenes más remotos, ha pretendido en una ceremonia viva y completada con éste.
Esta ocasión, la compañía trajo dos historias tradicionales, La grulla agradecida y El árbol del Mochi, así como un espectáculo de sombras humanas que culminó con un taller en el que participó el público, además de incluir dentro del programa intervenciones de música en vivo y lograr, en conjunto, una demostración armoniosa y testimonial de la cultura japonesa de ayer y hoy.
De acuerdo con el investigador, Yoshinobu Inoura, el teatro japonés ha padecido la creencia popular de que se produjo al margen del mundo, pero las evidencias muestran cada vez más que ha sido parte integral del acervo histórico del teatro mundial como ningún otro. “Ya sea teatro ordinario, teatro de máscaras o teatro de títeres o de sombras, estos expresan el espíritu y la vida cultural del hombre en forma directa, impresionante y vistosa a través del movimiento corporal”, asegura, bajo la premisa fundamental de ser un teatro que tiene una doble misión y efectividad en el público: consolar y deleitar a la gente, además de que estimula el pensamiento y “purifica sus mentes”, afirma el especialista. “El mundo del teatro cobra significado solo cuando es apoyado por la participación activa de aquellos que lo disfrutan. Además refleja la vida del hombre en su mejor forma”.
Así pues, el teatro Kageboushi,que en estricto sentido significa de siluetas, refiriéndose al aspecto de las sombras que se proyectan y crean imágenes a contraluz, surge en Japón en el siglo XVII, a partir de linternas giratorias para recrear objetos, animales, paisajes y personajes (muñecos y actores) animados en secuencias de una extraordinaria narrativa que procura siempre tocar fibras sensibles y aspectos del ser humano sutiles, tanto en la emoción como en la manifestación de valores que enaltezcan su condición como personas.
El Kageboushi es un teatro que ha renovado su técnica y la ha llevado de forma nítida a una experiencia gozosa con ayuda de las nuevas tecnologías, sin perder el encanto de animar la imaginación y la sorpresa que el talento y la habilidad del ser humano le consagran como un arte plenamente escénico, lúdico y genuinamente mágico. He allí la maravillosa cualidad de este teatro que pervive como una joya viva, esta distinción de que nada que valga universalmente como obra de arte está destinado a morir por el flujo de las modas, los nuevos enfoques estéticos o ante el desplazamiento de los lenguajes liderados por la batuta de las tecnologías y las liminalidades de soportes y contenidos multiformales.
La primera obra, La grulla agradecida, es una legendaria historia recogida de testimonios orales que datan de 1603 y llegan a 1868 en diferentes versiones, hasta la que presenta la compañía japonesa completamente adaptada a nuestro tiempo, pero sin perder su estatuto que la contextualiza, esto es, la adopción del código bushido entre los samuráis, donde floreció la filosofía neoconfucianista como base del orden social y la conducta personal, en la que se han de enaltecer la generosidad y la gratitud como valores éticos.
Por otro lado, la adaptación por Yoshiko Kouyama del cuento El árbol de Mochi, de Ryusuke Saíto(1917–1985), uno de los autores de literatura para niños más importantes del siglo XX japonés, es un trabajo que cuenta con las figuras originales de Jiro Takidaira. Se trata de la bella historia de un pequeño niño que vive con su abuelo y cuya relación expresa el afecto incondicional y solidario entre ambos. Una pieza que enaltece la ternura y libera la tensión que provoca el temor impulsado por la fuerza del amor verdadero. Takidaira es un ilustrador ampliamente conocido en el mundo editorial, desde la publicación en 1950 de otro clásico suyo, Hachiro, más conocido por su popularización en el cine en su versión de animación manga actual.
Este programa, que nos mantuvo absortos en la plenitud de las historias de las que surgían risas y sonidos de sorpresa de chicos y grandes, culminó con la más divertida actualización del teatro de sombras en el cuadro titulado ¡Que levante la mano el que quiera divertirse!, un auténtico despliegue de imaginación creativa, a cargo de Akino Sakaguchi y Akihito Kamiyama, dominado por la técnica corporal de los actores, a partir de gestos y sonidos, y donde las siluetas protagonizan formas increíbles y sucesos escénicos pletóricos de verdad y sencillez, que conservan el asombro sostenido y total de los espectadores por las formas que logra el conjunto actoral.
Tras esta plenitud estética y lúdica, el público fue llamado a participar como parte de este espectáculo dirigido por Yasuaki Yamasaki, para mostrar cómo cualquier persona con las actitudes apropiadas puede conseguir la magia de esas formas que provocaron completa jocosidad en un público, que para entonces, estaba comiendo de la mano y fascinado de ser parte de uno de los teatros más antiguos del mundo, sin necesitad de mirar ni por reflejo sus celulares, ni acordarse de que pudiera existir un teatro que lo llevara a sus propios límites en aras de fomentar lo “nuevo” a ultranza, como el único sistema válido en materia de artes escénicas contemporáneas.
Cuando estás ante una obra de arte regresas a ella una y otra vez, no importa en qué siglo de la historia se haya creado. Esa es la calidad de distinción que pocas piezas y artistas logran en el mundo a través del tiempo; eso es lo verdaderamente asombroso aquí y en Japón.