Quienes tuvimos el privilegio de ver Una Flauta Mágica según W.A. Mozart, dirigida por Peter Brook hace un par de años en el Teatro Julio Castillo, en una emotiva función con 900 almas desbordadas de reconocimiento y respeto por este Rey Midas escénico, tocamos un pedacito de cielo teatral. Aunque no faltó algún miembro de la comunidad cultural que salió como un chamuco ardiendo en su propio infierno.
El Valle del Asombro, montaje del director inglés que abrió la oferta teatral de la edición número 43 del Festival Internacional Cervantino, en el Teatro Principal en Guanajuato los pasados 9 y 10 de octubre, puede que también decepcione a más de cuatro, o que algunos se sientan desorientados sobre lo que prometía ser la cúspide de su trilogía nacida en 1993, cuyas obras están dedicadas al escudriñamiento de la mente humana.
Esta obra forma parte de una vieja apuesta de Brook, paradójicamente innovadora aún hoy, sobre todo si pensamos que el llamado Neuroteatro o Neurodrama apenas si se conoce y explora en este continente. Y es que el director lleva años en esta búsqueda por traducir a la escena los recónditos recovecos del cerebro humano, a partir de los estudios del doctor Oliver W. Sacks, fallecido el pasado 30 de agosto, un neurólogo y escritor británico aficionado a la química y un divulgador de la ciencia de primera línea. El Valle del Asombro anuda, a partir de pequeñas señales, su trilogía, plenamente identificable para quien vio las otras dos obras: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, y Soy un fenómeno (1998), inspirada en el libro del doctor Alexander Romanovich, Una memoria prodigiosa, donde el infierno del personaje radica en ser un paciente que lo recordaba todo y padecía también el resultado de ese talento infausto: no podía olvidar nada…
Como el gran pedagogo que es Brook, esta obra, no obstante, no necesita aquel referente; subsiste por sí misma. Ha dejado, como en la poesía oriental más exquisita, lo esencial de un texto que hila fino sus diálogos como una filigrana –y no tanto como un bordado–, los aspectos sobresalientes del padecimiento de la sinestesia y cómo es la reacción de la sociedad que, en su ignorancia, desaprovecha el talento de una mujer prodigiosa de memoria y emociones. Sitúa al personaje no sólo en el contexto de exploración científica, sino también en el borde del showbusiness que hace de cualquier persona que sale de la media un fenómeno, pero en el sentido de ser un “esperpento humano”, colocado frente a espectadores morbosos y ávidos de entretenimiento, nada interesados en la vida de esa persona y su padecimiento, sino como un animal de circo, cuya anormalidad se traduce en un indicativo para la masa informe y desinformada, de “subnormalidad”.
Y éste es el punto clave de la obra: la incomprensión humana sobre los aspectos que desconoce y que, lejos de que empujen a la sociedad a una mayor atención, así como incorporación, exhiben el terrible sufrimiento de estas prodigiosas personas que son repulsadas por una sociedad solazada en su medianía de normalidad normatizada.
Kathryn Hunter es la mujer sinestésica y memoriosa, mientras que los actores Marcello Magni y Bruce Myers intercambian papeles en tres arenas de la historia, que va de la peculiaridad íntima (personal y laboral) a lo médico, para fugarse a lo social-espectacular, donde la protagonista será exhibida, dado que es la forma en la que podrá ganarse la vida, ya que su trabajo como periodista le fue quitado porque abrumaba a sus jefes, quienes no soportaron su talento.
Presencia contra representación
En ninguna de las interpretaciones hay desperdicio, porque en los tres casos la actuación se deja ver despojada de la representación, a cambio de ofrecernos la apropiación del personaje en el sentido más natural y cotidiano posible. Y esto es algo que uno agradece porque no hay voces impostadas ni aspavientos dramáticos. Estamos ante artistas que se nos presentan en un equilibrio que muestra que toda su actuación es cosa de “ponerse y quitarse una bata”, de “tomar una silla o jugar con un simple elemento de la utilería”. Ya sabemos que esto no es así de simple, pero lo hacen ver sencillo, simbólicamente útil a una transformación que cargan sobre su pericia histriónica y no gracias al vestuario o los objetos.
De esto ha tratado siempre la estética minimalista del director, que trabaja quitando lo sobrante, tal y como se tallerea la mejor poesía; ésa, la que “se escribe con el borrador”. En su haiku teatral nos muestra el sino de la metáfora ordinaria convertida en parábola, esa sabiduría que alcanza en su estatuto filosófico un tributo a la belleza eterna en su sencillez extraordinaria.
En un hombre de casi 90 años, el principal asombro radica en que ésta sea precisamente su conclusión estética (y vital); la depuración total del acontecimiento escénico en el que su adagio del espacio vacío se expresa cabalmente en esos elementos escenográficos, a cargo de Arthur Franc (que por cierto, no llama escenografía), y en la iluminación de apoyo de Philippe Vialatte, cuyo concepto se sintoniza con la dirección de Jean Dauriac, que es quien hace posible lo que el maestro ya sólo apunta, porque ya es difícil para él hacerlo solo en todos sus detalles, pero que está allí decididamente presente.
El texto, a cargo de Brook y su compañera de vida y de teatro Marie-Hélène Estienne, y la música en vivo de Raphael Chambouvet son apuntes tonales en ambos casos, atmósferas de un todo que abarca de forma sutil esa celosía textual. No hace falta llenar esos huecos con información que sobra. Brook quiere subrayar una distinción: “unir lo familiar y lo extraordinario”, y agrega que en su primera incursión sobre el cerebro en la obra The Man Who, se dio cuenta cómo aquellos casos neurológicos confinaron a esas personas al estigma de ser considerados locos, tan sólo porque su comportamiento era impredecible.
Este aspecto profundamente humano, donde el director no se distrae enredándonos con el caso clínico en una anécdota justamente morbosa (por científica que pretenda mostrarse), sino que nos lleva a vincularnos con ese ser desvalorizado y vulnerable que es la protagonista, que sufre más que gozar su condición extraordinaria, es lo que hace que la obra sea un manifiesto al amor por lo incognoscible del hombre e inmensamente sutil en su respeto irreductible a la sensibilidad, hacia quienes no son como la media nacional (o internacional), según se vea, en un festival como el Cervantino.
La Magia del Teatro
Mucha veces hemos oído hablar de la “magia del teatro”, que a diferencia de la “caja de sueños” que es el cine, muy pocos saben con precisión a qué se refiere este legendario subrayado cuando están ante un montaje. La “magia”, cuando la hay, más allá de sacar las cartas y de hacer un acto de prestidigitación, tal como acontece por cierto en la trama de la obra y en la que el público es convidado a formar parte de la ficción, es conectar con la emoción humana del espectador que en un instante y sin pensarlo, ya está formando parte del juego.
Esta inmersión de la ficción, lograda en la función del día viernes, fue realmente jocosa. En el momento en que el maestro de ceremonias, el mago presentador que muestra el talento de la mujer, afirma que es capaz de aprenderse 44 palabras al azar en cuestión de minutos, de entre el público que ya está “comiendo de la mano del actor” y siente un afecto entrañable por el personaje central, no falto quien alzara la mano para aportar palabras y observar el fenómeno de esa prodigiosa memoria, olvidándose, por completo, que se trata de una obra de teatro.
En este momento, quien observa esta distinción, como en mi caso, siente una reverencia por los actores y por la puesta en su totalidad, y descubre que sólo los grandes como Brook tienen ese invisible y auténtico toque que emana de su larga experiencia de lograr la magia del teatro, en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie se dé cuenta exactamente de que lo que ocurre en la escena, no es la realidad.
He allí donde todo obra en favor y tiene sentido. Sin esta claridad meridiana de que todo lo que se agrega a la sustancia escénica es superfluo (y que ésta se logra única y exclusivamente por los demiurgos que son los actores frente al espectador), no se entiende la naturaleza vital e intransferible del drama.
Sin este ingrediente “secreto” no hay teatro, ni aquí, ni en China, ni en ningún lado. Esta cúspide conceptual que sintetiza toda su teoría teatral, en la que él dice: “dadme un espacio vacío” (y habrá teatro), máxima de sabiduría equivalente al otro ¡eureka! de Arquímedes: “dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, tal como lo citó Pappus de Alejandría, que afirma que si bien no inventó la palanca, Arquímedes sí escribió la primera explicación rigurosa conocida del principio que entra en juego al accionarla. Va lo mismo para Peter Brook: no inventó el teatro, sino una pedagogía y una estética para accionar la magia del mismo.
Gracias a esta actriz que se muestra vulnerable e ingenua y que carga el enorme peso de su cerebro, mismo que opera a la velocidad de una computadora, podemos acercarnos a la experiencia de su padecimiento. Intentar saber cómo es que la sinestesia en la protagonista, le faculta de escuchar colores, saborear notas musicales, palpar conceptos abstractos y olfatear texturas, a partir de el funcionamiento inconsciente emanado de la memoria prodigiosa, que le posibilita asociar en su cerebro cada palabra, número y nombre a una imagen determinada, que es cómo opera la fuente de su fotográfica memoria, pero que se transforma en un tormento al final de cada uno de sus días.
Brook y su “partícula de Higgs”
Brook más que un maestro es un filósofo de la escena a la manera antigua: esteta, teólogo, matemático, y también es un Prometeo del teatro que le ha devuelto el fuego a los actores que son, a fin de cuentas, quienes iluminan y dan vida a la escena; esa energía civilizatoria humana que alcanza su principal sentido –por ende–, gracias a los espectadores.
Él nos ha enseñado que hizo de su teatro una actitud frente a la vida, un estatuto estético basado en las premisas fundamentales del convivio, que hace posible que lo que veamos sea teatro (no danza, no narración oral escénica, no videoteatro, no performance y arte acción, no oratoria adosada a una espesa masa escenográfica), aunque en algún momento se haya apoyado en todo ello.
Un teatro cuyo divino rito hoy como hace 30 mil años, lo hace posible suceder en cualquier espacio vacío (llámese foro, a ras de tierra, calle, bodega, garaje, pocilga, escenario, estadio, etc.). Se trata del acto volitivo primordial que emerge de la mente hacia el corazón y moviliza al cuerpo de un actor, ante los ojos de un colaborador indispensable de todo ceremonial: el espectador.
¿Qué es el vacío del que habla este gran maestro, sino la premisa donde se dan cita el espacio y el tiempo, para hacer vibrar los acontecimientos frente al espectador? El “big bang” del universo escénico posado sobre la superficie del tatami real y simbólico en ésta, quizá su última puesta, donde Brook nos invita a presenciar cómo funciona la “partícula de Higgs” de su asombroso legado teatral.
El Valle del Asombro se presentará el 14 y 15 de octubre en el Centro Nacional de las Artes, en la Ciudad de México