Si no sabes que se trata del movimiento estudiantil de Chile, en 2011, no te enteras. Y ese el tema principal de Diez mil cosas de Andrés Kalawski Isla (Chile, 1977), cuya dirección está a cargo de Fabio Rubiano Orjuela (Colombia, 1963), interpretada por dos actores de la Compañía Nacional de Teatro (México) desde 2010: Renata Ramos Maza y David Calderón, también becarios del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.
El tratamiento del tema se torna lo más ambiguo posible, porque parece que el propio director está interesado en incluir tantos referentes de movimientos estudiantiles, de turbas y marchas vinculadas a nuestro pasado y presente político en México, que la idea central del movimiento que buscó la educación pública en Chile se desdibuja.
Un texto que pudiera haber sido escrito por el octogenario dramaturgo chileno Egon Wolf, dado su notable parentesco a su estilo expresivo y la estructura que utilizaba éste, de giros inesperados y, sobre todo, en esa particularidad de repetir escenas cíclicas, sus famosos ‘cierres de principio y fin’, que en Diez mil cosas vemos aunque desde un trazo escénico que mira el mismo cuadro desde un perfil distinto, dado que la obra empieza en una especie de “flashback”.
Además de situarse en esta tradición de Wolf, de tratar con ahínco temas políticos centrados principalmente en el conflicto entre clases sociales, las diferencias generacionales y la decadencia social; algo que está presente en esta obra, el tono general de la puesta hizo inevitable percibir un reducto del teatro latinoamericano de los años 70.
Si bien Salvador (David Calderón), el personaje del joven estudiante de familia acomodada, trata de mostrarse como un muchacho del Movimiento #132 iniciado en la Universidad Iberoamericana, sólo se muestra como un traje actual. El joven, quien se enfrenta con la realidad de Mirian (Renata Ramos), una mesera de un restaurante chino que no se interesa en lo más mínimo por las supuestas reivindicaciones de esos idealistas que fraguan la lucha sin consultar, lo que se dice, a las “bases” sociales afectadas, deja ver que el asunto, la historia y el tratamiento se evidencian viejos, porque no agrega la peculiaridad de un movimiento contemporáneo; de hecho el celular queda subsumido a un adminículo accesorio, lo que en estos tiempos resulta prácticamente inverosímil.
El tema que finalmente deja de fondo el aspecto político, en una ambientación reiterativa de que ‘algo gordo’ sucede en las calles, centra su óptica en ese punto íntimo y existencialista que tanto usó también Wolf para subrayar críticamente los efectos negativos que algunas reglas sociales pueden causar en el sino óntico y ontológico de los individuos.
Cuando uno asocia el trabajo de Kalawski a textos como el de Discurso de un animal que se arrastra:
Señor, haz de mí un instrumento de tu pez.
Yo que fui una rata. Yo que le cosía los ojos a las ratas.
He cambiado, ahora soy un pingüino.
Tomo una cuchara y me preparo una sopa con agua y glutamato
monosódico. Para beberla me preparo un plato y una silla, una mesa y
reemplazo la cuchara por una de glutamato monosódico de mi propia
fabricación. Mi departamento esta hecho de glutamato monosódico y pinto
el dintel de mi puerta con sangre de cordero cocinado en glutamato, mi
ropa, mis zapatos las calles. Semáforos de glutamato monosódico.
Construyo torres y barajas de tarot. La ciudad está hecha de glutamato
monosódico, los cerros, las pirámides de Egipto, los libros, mis amigos y mis
recuerdos espolvoreados con glutamato monosódico. El cielo es una sopa
negra, con puntitos de ají nomoto.
Uno duda que un texto tradicional como Diez mil cosas pertenezca a esa misma fuente de inspiración y tratas de parpadear más veces de las habituales, como queriendo ver bien y no borroso, para ubicar al autor ante lo que presencias, tratando de no dejarte llevar por el recuerdo de un teatro óptimo, rupturista sin duda, pero que en la actualidad resulta un tanto sobreseído. Y es que no sólo se trata de la dramaturgia propiamente, sino del tema también, que no alienta al frescor de lo contemporáneo, por más que se intenta.
Hay que ver a David Calderón pegándole un poquitín al cliché del chavo rico que Luis Gerardo Méndez instaló en el disco duro de toda esta generación de mexicanos, básicamente agoreros de la actuación sobre una clase social, como en su momento lo hiciera en los años 80 Luis de Alba, parodiando al chavo de la Ibero y su “o sea, ves”, con ese tono fresa que parece que los hacía hablar como con un mazapán en la garganta o un dulce en la boca.
Es decir, que hay momentos en que se mira la huella de esos estereotipos fáciles, aunque quiero dejar en claro que Calderón está lejos de ello, y mucho más en un final que reivindica su talento a través de un monólogo, que es la mejor parte de su actuación. Aunque su personaje supone un vínculo con la mesera que le dobla la edad, más allá de lo meramente circunstancial, nunca acaba de tornarse realmente natural, ni siquiera en ese efecto de sexualidad que se queda en un apunte de coreografía, estilo cine de rumberas, y que estuvo a punto de ser realmente excelsa, divertida y original, pero que se quedó también en un intento fatuo de romper esquemas.
Memorial a rajatabla
Por su parte, Renata, aunque lleva puntualmente su personaje, siempre me recordó también la tesitura de ese buen teatro latinoamericano ochentero, y es que es inevitable no citar aquí el contexto del trabajo de dos colaboradores notables del conjunto de la producción que distraían mi atención, justo por su protagonismo; por recordarme a uno de los mejores grupos de teatro que haya visto de la escena venezolana, pero que invariablemente son punto de referencia para conocer el teatro de América Latina: Rajatabla.
Me refiero a la espectacular escenografía de Gloria Carrasco y a la no menos deslumbrante iluminación de Ángel Ancona, éste último miembro precisamente de Rajatabla en sus mejores años–aunque ahora ya tenga un puesto directivo en el Sistemas de Teatros del Gobierno de la Ciudad de México–, quien despliega su oficio indudablemente como iluminador y que ha perfeccionado desde su trabajo como productor técnico de innumerables espectáculos. Esto en la obra se ve y se siente…
No obstante el trabajo de esta producción es innovador dentro del realismo que muestra. La estética de ambos creativos avasalla y nos hace continuos guiños para quedarnos expectantes de su hechura, de su color, de su ensamblaje, de su propuesta, que sin duda tiene un sello característico.
Quién recuerde al grupo Rajatabla, sabe que prevalecía una concepción estética en la que los actores, diseñadores y director lograban crear universos donde la escenografía, la música, y la iluminación cobraban estatuto de personajes, consolidando la propuesta a nivel escénico-plástico en un súmmun emergente de las ideas y los temas tratados en la dramaturgia.
Por eso es interesante esta puesta, sobre todo para el público joven, que no haya tenido la fortuna de conocer ciertos montajes de esa época, que si algo tenían era ese aspecto de realismo espectacular con una pátina que dejó su impronta estética en el teatro latinoamericano de los años 80, y agregó una mirada que le dio identidad, dejando de imitar al teatro europeo de entonces.
El protagonismo de la escenoplástica
En este sentido, la escenografía a cargo de Gloria Carrasco, que está estructurada a partir de cajas de plástico (un juego visual que se ensambla y que funge como huacales de mercado, cajas de refresco, palets, y hasta se pueden imaginar como bloques de lego), en color rojo y negro, acentúan el espacio exterior y el acotado: un restaurante chino.
Este montaje permitió a su vez delimitar el espacio de las catacumbas del Mesón de San Antonio en Guanajuato, donde se llevó a cabo la obra. Un lugar no estrictamente “teatral”, pero justo por eso resultó de impacto, emocionante y sorprendente, que anudó eficientemente la idea de lo clandestino, de un callejón sin salida (el lugar donde el estudiante se esconde de la policía, pero que terminará siendo su refugio, su evasión, su delirio, su celda..), su encuentro con una realidad (la mesera) que vive en el escombro social y no en el ojo del huracán de ese idealismo político por el que él lucha, “a nombre” de una clase trabajadora que no tiene conciencia de su propia clase.
Unas mesas que se mueven de un lugar a otro y van rediseñando espacios en diferentes escenas, y algunos elementos realistas de ese restaurant, son una y otra vez la anomalía persistente, que hace posible que la obra no caiga en una monotonía donde peligra el interés, dado que el texto parece que no avanza, y la actuación también se vuelve repetitiva.
La belleza del espacio, que se conjuga con una iluminación a trasluz, porque se cuela por los huecos de esa estructura modular de cajas, que sale de fuentes lumínicas diferentes y crea las atmósferas emocionales y psicológicas de los personajes, además de las propiamente temporales y circunstanciales en contexto real, contrasta en su limpieza con el trazo escénico de la dirección que se ensucia en ese constante tirar la utilería sin ton ni son, y con el golpeteo regular de los muebles, se arruina toda la pulcritud del movimiento y la composición escénica.
La dirección en este sentido se percibe autosaboteada, porque los actores se la pasan tirando los tazones y los platos, no sólo haciendo un ruido implacable y monotemizando la escena, amén de que si esto se omitiera no perdería sentido, ganaría en impecabilidad, y se tornaría en un mayor equilibrio de las partes.
La apuesta, pues, de la producción termina por ser la gran protagonista entre las diez mil cosas que pasan, que tiran, y que se vuelven intrascendentes en una obra que se vuelve más un revival que una apuesta de riesgo, contemporánea.
Finalmente, los actores que dejan al descubierto el abismo de dos clases irreconciliables, no logran conectarse emocionalmente ni en su proximidad sexual, se queda ayuna la contraparte de la historia al negar de lo que están hechos los personajes íntimamente. Lo que se va a proscenio es la ambivalencia histórica y estilística, dando ocasión a equívocos de fechas, lugares, objetivos, movimientos políticos (que entendemos que deliberadamente se mezclaron) pero que puede leerse como un mensaje de que “nada” ha cambiado hoy en día (una especie de desapego total a lo que pretende enunciar eligiendo un teatro, que se figura — o sugiere– como de “consciencia política”), pero sobre todo, lo que daña su poética son las reminiscencias vitalicias de ese pasado glorioso teatral, que lamentablemente opacan el mérito actual de sus creadores.
Luego de su paso por el Cervantino, Diez mil cosas, de la Compañía Nacional de Teatro, se presenta en el Foro de las Artes del Centro Nacional de las Artes, a partir del domingo 18 de octubre y hasta el 31 de est emes. Funciones los jueves y viernes a las 20:00 hrs, sábados a las 19:00 hrs. y domingos a las 18:00 hrs.