Si tuviéramos que definir a Medea, ese personaje monumental de la tragedia griega, donde se cincelan con toda precisión los complejos cortes de la personalidad y los subterfugios emocionales paradójicos de los seres humanos, tendríamos que citar a Séneca, quien la define en una sola frase como una mujer que ”no sabe poner freno al odio, [ni] ponerlo al amor”.
De esto trata Medea, que dirige Germán Castillo en el Teatro Santa Catarina de la UNAM. Basada en la obra de Eurípides, Mansell Boyd y el director han querido traernos de vuelta esta irrupción de violencia legendaria, haciéndola coincidir con el momento presente, donde el atenuante del crimen, en la figura de la pasión marital, no deja de ser un recordatorio de esta inmersión de agresividad en la que vivimos todos.
Y quizá porque lo que prevalece sea la violencia intrafamiliar como origen del resto de las violencias, hay una cierta necesidad de “visibilizar” la violencia de la mujer, que en términos de toda una cultura subyugante ha sobajado y menospreciado su creciente ira ante la impotencia ancestral en la que se le ha encasillado. Una forma de mostrarla actual, potente y no sabemos si justificada o no, esa violencia en la versión de los autores no ha querido asestar su propio juicio en ello, y tal vez por eso mismo ha desaparecido la figura de la moral rectora del coro, el veredicto final. Mejor ha elegido para contarnos la historia un personaje comodín (Andrógino), que sirva para enlazar dentro de la trama otros actantes comunes al drama que surge de la pasión entre Medea y Jasón: el desengaño, el destierro y el asesinato del cuerpo y del alma.
El móvil y la escena del crimen
Nosotros arribamos a la historia en un punto posterior al éxito de Jasón en la obtención del Vellocinio de Oro, donde las artes de hechicería de Medea, la bella hija del rey Eetes de Cólquide, fueron claves, ya que ella sabía dónde encontrar la cueva del dragón al que se enfrentó el héroe y cómo vencerle.
Sin tener este antecedente más que como referencia, sólo sabemos que hay un énfasis en el hecho de que Medea es una mujer extranjera, que es bárbara, y que ha cruzado el Mar Negro, y por lo tanto no conoce las costumbres griegas, ni sus reglas; sólo está consciente de que, como mujer, no puede sobrevivir sin un hombre al lado. Ella ha traicionado a su padre y ha matado a su hermano por ayudar a Jasón, ha perdido a su familia y la obra comienza después, en el momento en que ella está a punto de perder a su marido, con quien ha engendrado dos hijos, porque éste, olvidando su pacto amoroso y guerrero que lo llevó a la cúspide de su gesta, ha decidido casarse con Glause, hija del rey Creonte de Corinto, por una cuestión de interés y de poder, no por amor; pero su mujer no estima más que como alta traición la decisión de su amante al ver su lecho deshonrado.
Creonte, anticipándose a la rabia de esa mujer sabia y hábil a la que los griegos temen por su astucia, determinación y sabiduría mágica, ordena su destierro inmediato a riesgo de que ella vengue su herida (narcisista dirían hoy), pero en la obra deja entrever el abismo de la promesa heroica traicionada más allá de la rabia “puramente femenina”, producto del ultraje en una mujer que señalan insaciable porque, para más agravio, Medea es una mujer poderosamente sexual, algo repudiado hipócritamente en toda cultura patriarcal, hasta nuestros días.
El mito de Medea en todas sus versiones no deja de ser terrorífico en su enfundamiento psicológico histérico y banal. Es Eurípides quien dota al personaje de su dimensión trágica, presentando el crudo debate que mantiene la mujer consigo misma a la hora de tomar la decisión de matar o no a sus hijos por venganza hacia Jasón, y ante la amenaza de la deshonra de que sus hijos fuesen asesinados por los extraños que es como culmina –fatalmente y sin redención– la obra. He ahí que se da una vuelta de tuerca en la psique del personaje y que define el sino de la(s) mujer(res) como constructo de género. La impresión más compleja de la amoralidad-moralidad-inmoralidad humana en esta cuestión paradójica y paradigmática al mismo tiempo, está en el hecho de que una mujer (la dadora de vida de los hijos, salidos de la entraña), se vea obligada por el pundonor de su estirpe a contrariar un principio vital al dar muerte a lo que más ama. Ésta es la verdadera tragedia de estar entre la espada y la pared y, por ende, es un tema de filosas aristas.
Recordemos el documental de Elvira Luz Cruz, pena máxima (1985), de Dana Rotberg y Ana Diez Díaz, basada en el hecho de una mujer que mató a sus cuatro hijos, llevada al teatro también por Víctor Hugo Rascón Banda en su obra La fiera del Ajusco, donde se plantea que esta mujer (Elvira) de 26 años asesina a sus hijos e intenta suicidarse antes de que el hambre y la pobreza acaben con ellos. Es decir, en la mente de una mujer no hay miedo a la muerte propia, sino que hay temor de dejar a los hijos a quien, sin amarlos, podría lacerar su vida de una manera indigna, a tal grado que es mejor que mueran en sus propias manos (los casos, por desgracia, abundan). Una acción sólo comprensible en un contexto cultural de desahucio en el que muchas mujeres viven y que le valió a Elvira el fallo jurídico a su favor, tras años de juicio. Un caso complejo, porque reveló las condiciones en las que esta mujer vivió desde su infancia y los motivos de acorralamiento social y psicológico que la orillaron a tan cruenta decisión, hecho, que dicho sea de paso, también culminó en una demanda por difamación y calumnia contra el director de cine Felipe Cazals, junto con Producciones Chimalistac, quienes realizaron el filme Los motivos de Luz. El caso, que terminó en 1993, fue retomado tiempo después por Carlos Monsiváis en un artículo llamado, precisamente La Medea del Ajusco.
Por eso, situar a Medea en una dimensión humana trascendente, le confiere una estatura mayor al mito pueril de la mujer “rabiosa y desfasada” únicamente por la pérdida del hombre en una visión falocéntrica, cuya rebaba en el corte tajante de la interpretación machista del viejo patriarcado, sólo atisba a mostrar a la mujer como una ninfómana irredenta y vengativa.
En la puesta de Germán Castillo, el móvil queda en una línea muy fina de interpretación inacabada que el espectador tendrá que discutir a profundidad. Ya se ha señalado que la decisión del director de quitar al coro y de incluir un nuevo personaje, el Andrógino (Lorena Glinz), nos dará ocasión de ver diversas figuras con las que interactúa Medea (Dobrina Cristeva), entre las que se incluye el oráculo, separando los hechos del estorbo maniqueo de tinte melodramático, para asestar directo y sin cortapisas contra toda superstición y superchería emocional, tangible únicamente en la fatalidad de la tragedia.
El espacio en la apuesta de Castillo lo es casi todo en esta versión renovada de un teatro griego que se nos muestra actual, fresco y legendario al mismo tiempo. Por eso, la escenografía de Gabriel Pascal es también otro monumento a lo “menos que es más”, tanto en materia de iluminación como del propio espacio escénico. Un muro de terracota deslavado que transita entre una fortaleza de cantera atravesada por un dolmen que es el centro (el punto focal donde yacen los amantes al comienzo de la obra, como un nacer de amor para luego caer allí mismo vencidos en su dolor y muerte), es la representación de ese ciclo de la vida que hace “juego” con el círculo de grava y piedra alrededor que es el escenario. Así es como se logra un espléndido espacio orgánico, limpio, minimalista y moderno, pero enteramente neolítico también. Es decir, un impecable concepto ido a la expresión más reducida de una tesis demostrativa que es este reto que Castillo asumió, con toda naturalidad, para ofrecernos la vigencia mítica y tanática de una violencia por encima de lo creíble, de lo deseable, de lo honroso, de la vida, de la muerte y del amor.
El vestuario, a cargo de Edyta Rzewska, que hace increíble mancuerna con el maquillaje de Maripaz Robles, es la congruencia estética más afinada de lo que el director se propuso; esa frontera entre lo ritual ancestral y la nueva era que mira al pasado extraído como una gota de ámbar, en donde ha quedado encapsulada la belleza de un vestigio natural. En eso podría metafóricamente contener mi apreciación de la obra en su conjunto estético.
Las Medeas que aman o hablan “demasiado”
El estatuto de tragedia humana, que fuga a Medea del mito sin relieve y sin sentido, que lo aleja del daño que rompe la humanidad misma del personaje para siempre; en la obra de Eurípides (referencia obligada también en la obra de Castillo) se asienta en la temática de la otredad, de esa extranjerización que ha llevado, por cierto, a la infamia de los fundamentalismos de las guerras “santas” y fraticidas actualesm donde los pueblos y las propias familias se enfrentan intolerantes ante creencias y culturas distintas a las suyas.
Medea dice como extranjera en esa tierra :
“¡Qué de veces, sin llegar al fondo de las almas, sienten aversión
para alguno que en nada les dañó! Y eso solamente por ver el exterior.
Preciso es que el extraño se entremeta en los asuntos de la ciudad en donde reside,
no obra prudente el que, siendo habitante de una comunidad,
orgulloso ofende a los que ella viven, porque no los conoce”.
Castillo ha comentado que el hecho de que Dobrina Cristeva ( quien se llama Dobrina Liubomirova Stoylova Anguelova) hable en su lengua natal, el búlgaro, en momentos en que no puede contener su furia es porque “cuando los extranjeros se enojan hablan en su idioma”. Y sí, en mi casa, mi abuelo Milán Iván Sandal Koprivitza, serbio montenegrino de Yugoslavia, cada que se enojaba decía maldiciones en eslavo, que es lo único que los nietos heredamos del idioma, porque fue algo tan característico que incluso hacía gracia a los demás, que no se sentían aludidos porque no conocían el significado de las palabras.
Unido a este hecho anecdótico, lo relevante de Dobrina es su actuación realmente esforzada, en el sentido de mantener un nivel enérgico y concentrado durante toda la obra, que hace entrañable y superior al personaje. Aunque a ratos ameritaría cierta tonalidad seductora, débil y persuasiva, sobre todo cuando se insta a ello en el texto, para situarse en esa personalidad finalmente humana y no de cartón que es Medea; es decir, que se precisa cierta flaqueza en algún momento para ser consecuentes con la verosimilitud de esa preeminencia de actualidad perseguida por el director como un reto y una culminación a su propuesta.
Por lo demás, un auténtico gozo ofrece Lorena Glinz (Andrógino) en esa gama variada de intervenciones, donde en verdad es un personaje sin edad, sin tiempo, sin sexo; completamente camaleónica y enigmática que arroba por su construcción actoral y su presencia. No hace falta que emule o finja nada; su esbelto cuerpo se llena de luz y de energía, y abarca la escena que se vuelve imprescindible en el equilibrio del triángulo actoral. Son de esos personajes que no se nos olvidará en mucho tiempo, por ser un ejemplo de actuación y de talento.
Finalmente, entre estas dos poderosas actrices, tenemos a un Jasón que es un tipazo en presencia, un griego soñado por Medea, un fuerte guerrero interpretado por José Alberto Gallardo, que si bien cumple con la estampa y la potencia, no conecta ni con Medea, ni con sus hijos, que en la obra son dos bolas blancas en su versión más sintetizada, y que con respecto al resto de la estética chocan. Gallardo no logra del todo dar realidad a la parte emocional que define la historia y no se vincula con el público tampoco, y sea el género que sea, el teatro demanda su dosis de emoción y de transformación a través no sólo de la retórica sino de la vivencia co-creadora con el espectador.
Profanar lo sagrado
En resumen tenemos que insistir en que mucho antes de que el Análisis Transaccional permeara toda la psicología postfreudeana y postmoderna de la autoayuda y del boom de la resiliencia, el hombre (la mujer) de la antigüedad y más todavía de la tragedia griega se movía en un mundo de honores, de verdades sumarias, de virtudes y vicios extremos, de destinos irrevocables. Y gracias a esta visión que mostró con toda excelsitud lo que muchos siguen nombrando como la “naturaleza humana” más ligada a la barbarie y por ende a la propia civilización (que no ha dejado de suscribirse en ésta), es que el teatro dio al mundo una visión del ser humano nítida, una recreación sucinta de las pasiones y un lugar a las consecuencias de las mismas, una lección catártica, esencial para la sociedad, aleccionadora sin duda en lo moral, en lo político, en lo emocional y, desde luego, en lo social-cultural.
Este semillero de historias épicas y líricas dio fruto en el medievo con el teatro isabelino, y muchos otros teatros han ido decantando esta simiente en nuevas dramaturgias sobre la esencia del ser humano, y aún en las obras surgidas del postdramático siguen siendo el ‘refil’ de dichas decantaciones, cuyo origen es común en todo el arte dramático, y sin la cual, a su vez, ni Freud, ni Jung, ni los recientes psicólogos de las técnicas de autoayuda y del humanismo más contemporáneo y alternativo con toques esotéricos tendría cabida (ni chamba).
Medea es un personaje emblemático en la génesis del arquetipo femenino, que suma a su altura valores y defectos gigantes, pero ciertos y temidos; que en sus distintas maneras una interculturalista y sicóloga clínica con enfoque antropológico, como Clarissa Pinkola, puede incorporar a su repertorio de interpretación como el sustrato omitido de esas “mujeres que corren con lobos”, recuperando esa esencia femenina salvaje que ha sido acallada por la cultura dominante y patriarcal de privilegios, que ha hecho todo por reducir a la mujer a un código de feminidad enteramente sumiso, artificial y al servicio del varón, ignorando sus pasiones y llevándolas al mismo tiempo al extremo por esa deformación cultural, una especie de tara esclavizante contraria a la mujer, de tan domesticada que deviene en furia y autosobotaje, una “policía del pensamiento adiestrado” orwelliana, que actúa inmoderadamente como una salida de emergencia en el ejercicio pleno de sus libertades, sus deseos, sus corajes…
Medea hoy en día resulta “menos” temible y más simbólica y reiterada como icono de la fuerza de lo ritual, como moraleja y metáfora del fundamento de lo sagrado que ha sido traicionado. Jasón rompió una promesa intocable para su propia cultura, como lo hizo ella en su momento al traicionar a su familia, pero mientras Medea lo hace por amor, Jasón abdica por ambición.
La venganza de Medea, al matar estratégicamente primero a la amante de Jasón y al padre de ésta, y luego al dejarle sin hijos, asesta contra su marido una muerte total, porque le ha dejado también sin reino, sin forma de restablecer su descendencia y sin mujer (ella misma); le ha confinado a esa muerte que siente que ha sido su propia muerte en vida: la de vivir sin nada, ni nadie que la contenga, como un extranjero en ese mundo y en esa cultura hegemónica, que es la de los griegos.
Como explica Pasolini en su Medea, y como se deja ver en la de Castillo, reconocemos en el personaje de Eurípides al dotarlo de dimensión trágica una respuesta “que damos todos al desacralizar los mitos, lo sagrado (…) aunque con una dialéctica diferente que dejamos atrás cuando nos alejamos del mundo de los mitos, lo sagrado nos sigue impresionando, y por eso amamos a Medea”.
Teatro Santa Catarina
Funciones: jueves y viernes 20:00 horas, sábados 19:00 horas y domingos 18:00 horas