Hace más de cien años, en 1896, se abrió el telón y por primera vez en toda la vida del teatro se estremeció la escena al rugido de una expresión: ¡Mierdra!, sí, con ‘r’ para acentuar el estilo particular del Padre Ubú, personaje central de la obra más importante del siglo 19, que cedió su alteridad radical al teatro de las vanguardias del siglo pasado: Ubú rey, de Alfred Jarry.
Desde ese momento el teatro
universal le debe a Jarry algo “muy simple”:
hacerse moderno.
Es un lujo estar frente a un nuevo Ubú rey, el de siempre y el que no habíamos visto quizá por su obviedad, en la dirección de Declan Donnellan (Inglaterra,1953), confundador y codirector artístico de Cheek by Jowl, junto con el diseñador Nick Ormerod, de quien es la escenografía totalmente en blanco. Veremos de entrada una casa de muy buen gusto, donde vive un matrimonio de buen gusto, con un hijo de 14 años de quizá no tan buen gusto –pero sí de mucha imaginación–, portando vestuario de Agie Burns en tonalidades de blancos, con hechuras de buen gusto y bañadas de color con las luces de Pascal Noël. Ese buen gusto es la primera provocación de la obra a la carcajada.
Esta puesta en escena, que se presentó en el Festival Internacional Cervantino, es un encuentro con la pantalla mental de un adolescente que imagina la más soez y terrible historia de un gobernante y su mujer enfermos de poder, de esos que imponen reformas al pueblo, pero que no las acatan ellos mismos; de esos que tienen una gran casa blanca que cuesta una fortuna y viven cínicos e indolentes en un entorno de sangre y mierda. Si, la ¡mierdra! ésa, de Ubú, con la que abre esta obra emblemática y universal de todos los tiempos.
Uno se pregunta si hay todavía algo más que decir de esta obra inspirada en la tragedia de Macbeth, de Shakespeare, que parodia a una pareja de la realeza y donde el Padre Ubú, impulsado por la ambiciosa Madre Ubú, asesina al rey de Polonia para robarle sus Estados, y tras un breve triunfo se ve derrotado por el único sobreviviente de la liga real polaca: Bougrelas. El rey Ubú será, ni más ni menos, que la encarnación de la imbecilidad, la cobardía, lo grotesco y la crueldad humana. Tras dos guerras mundiales y la amenaza de una tercera en el contexto de un nuevo orden mundial, digamos que, finalmente, el personaje ha adquirido una veracidad casi profética. Sobre todo si pensamos que el montaje de Donellan y Michelangelo Marchese, director escénico asociado, atina a retratar la historia como la concibió Jarry, agregándole en su versión actual un tremendo parecido con varios jefes de Estado, y que para más datos favorece un ejemplo nítido de la tiranía contemporánea de nuestros siniestros gobernantes mexicanos.
Matar el teatro
El montaje de este Ubú rey, visto desde la óptica del chico de 14 años que se imagina toda la historia una noche cualquiera, cuando sus padres han invitado a cenar a sus amigos para una de esas veladas de exquisita gastronomía gourmet, charla bajo las velas y en el ánimo más refinado y civilizado de unos adultos bien avenidos, contrasta en paralelo con el choque de la trama que se sucede a manera de flashes, donde vemos a este joven poniendo en ridículo (quizá evidenciando solamente) el mundo interno y reprimido de sus padres, que él alucina como unos cretinos de la realeza dominados por la ambición y el poder.
He allí el primer hallazgo de la obra: un homenaje al propio Jarry imaginando la obra, haciendo su prodigiosa trilogía ubuesca, escrita ni más ni menos cuando él tenía tan solo 15 años. Y aunque discípulo de Henry Bergson y estudiante de La Sorbona, no le fue sencillo obtener de inmediato la gloria…., sino un año después (como joven becario del Conaculta). El 10 de diciembre de 1896, cuando se estrenó esta obra, este heredero legítimo de Lautreamont, Rimbaud y Mallarmé, triunfó y para siempre .
Alfred Jarry, el iconoclasta, el inventor de monstruos, en quien la anarquía total pedía la agresión contra la sociedad, así como contra el naturalismo del Théâtre Libre, soñó un día con matar el teatro, no desde la butaca de la crítica, sino con la crítica integrada a la escena. Y lo logró.
Este aspecto biográfico de Jarry parece ser el punto de partida de Declan, en donde estos anfitriones y comensales de una cena común de cualquier casa rica, se convierten en los personajes del fantástico guiñol del adolescente Bruguelas (Sylvain Levitte), a quien vemos desde el principio tirado en el sofá y luego husmeando con su videograbadora (misma que aparece de fondo como pantalla) en los recónditos lugares de la casa, mientras su padre (Padre Ubú/Christofer Grégoire) prepara la cena en la cocina, y su madre (Madre Ubú/Camille Cayol) termina de arreglarse en el baño.
Cargado pues con su cámara en mano, el juego (y el arma) actual de cualquier adolescente en pleno ejercicio de transfigurar su abulia en algo creativo-irruptivo, nos muestra el dorso de la escenografía en blanco (la sala, comedor y recibidor), para exhibir lo de adentro: la cocina y el baño, y así poder fabular este espacio “tras bambalinas” como adenda dramática. La tecnología tiene una utilidad, no es accesoria; en este caso sirve para presentarnos también a los personajes, como en cualquier cinta, e ir metiéndonos en esta idea imaginaria de la historia del rey Ubú.
En contexto, los amigos de los padres que llegarán a la cena son el rey Wenseslao (Michelangelo Marchese), la reina Rosamunda (Cécile Leterme) y Bordura (Xavier Boiffier) con quienes se desarrollará la solución de esta histórica sucesión de poder, bajo el esquema del memorioso aparato de una monarquía detractora y estúpida que despoja a sus propios jefes de Estado en su ingobernabilidad y descuartizamiento grosero, pasando por encima de cualquier resquicio de orden o cordura, y en pos de una guerra devastadora contra sus propios súbditos, ya no digamos contra el rey en turno con el que comienza la fechoría de este matrimonio esperpéntico.
La Patafísica de un polimorfo perverso
La obra corre en dos realidades paralelas: la de la Patafísica (“la ciencia de las soluciones imaginarias”, como le llamó Jarry) de Bruguelas, es decir, la historia bordada en su mente; y la ‘real’, la que nos va presentando el transcurrir de la cena de los adultos, sin sobresaltos. Este contraste en el que, como en el cine mudo (referencia a las postrimerías del siglo 19) vemos en una iluminación básicamente en sepia, el desarrollo de la historia con toda jocosidad en su crueldad infantil-adolescente y que deja correr el texto, para luego hacer cortes abruptos, geniales, que vuelven a esa cena del momento presente donde “no pasa nada”. Los actores inmutables siguen charlando (murmullos inaudibles); este gag genera la convención cómica de la obra, entre otras secuencias fársicas, que mantuvieron al público en plena carcajada todo el tiempo.
La utilería realista presentada cuando el chico graba a sus padres antes de la cena, se convierte en armas de la guerra y de tortura de la ficción; un batidor que le saca los sesos a los personajes, un bol convertido en casco, una almohada a la cual se le sale el relleno como si fueran las tripas de un asesinado, o el tapete del baño que sirve de capa al rey, son recursos hilarantes y exquisitos en la recuperación de esta ensoñación infantil y perversa sin límites.
Decimos pues que la visión o concepto en el que borda Donnellan con su fresco Ubú insta a pensar en ese conocido segundo ensayo sobre teoría sexual de Freud, quien apunta a definir que el niño (aquí el adolescente en transición, como el eje temático del FIC) es un perverso polimorfo. Porque es en la infancia que el individuo es por naturaleza un trasgresor, imagina hechos sin esa maldad volitiva como en el adulto. Las perversiones infantiles no se consideran patológicas, sino como la expresión de la no represión de las mismas. Esto sucede porque la mentalidad del menor tiene escasas resistencias de normatividad social legitimada, dado que todavía “no se han establecido los diques anímicos contra los excesos sexuales (vergüenza, asco y moral, etc.)”.
Se dice pues que es polimorfo, porque no hay una pulsión dominante, “luego del complejo de Edipo, el niño pasará del polimorfismo al monomorfismo”. Mientras, en el adulto se observa una perversión ligada a una pulsión dominante: fetichismo, masoquismo, sadismo, etc.
Este aire de jocosa espontaneidad, en su genuina construcción original insertando en la actualidad lo que prevalece de la psique de personaje, hace esta obra monumental en su sencillez. Un lúdico tributo a ese personaje que enarboló el estandarte de la sublevación negando todo reducto de verosimilitud en el teatro, negando la lógica y el tiempo, a través del uso de palabras anacrónicas. Que negó también el espacio por medio de una mezcla extraña de un lugar, todos y ninguno en la estructura dramática. Su última consecuencia fue agregar a la realidad del hombre una constante máscara, una voz monocorde: su irreductible aspecto de títere guiñol.
Al borde del ridículo, en esa licencia que no sabemos exactamente en qué momento prepararon los actores, en medio de la obra, las luces de la sala se prenden y se muestra al nuevo rey transfigurándose, quizá en el presidente de México, y haciendo alusión directa y sin censura al caso Ayotzinapa. Excuso decir la aclamación total del público del Teatro Principal de Guanajuato, ante la osadía de este momento que resultó una verdadera catarsis colectiva.
La esencia del Absurdo
Jarry levantó un monumento vivo a la libertad, colocó en el personaje de Ubú rey, y en la subsecuente serie de Ubus, en Corinto y Encadenado como padres de la Patafísica teatral, a fin de que, como señaló: “hacer desaparecer algunos objetos notoriamente inútiles en el escenario, horribles e incomprensibles, en primer término: el decorado y los actores”.
Aunque la obra de Donnellan alternó varias veces las escenas en este juego de realidad (la cena seria de los adultos) para ir al ‘teatro dentro del teatro’, en la ficción del derroche de la guerra y la crueldad del Padre Ubú, lo que resultó muy repetitivo, no deja de ser también un significante clave. Acordémonos que los chicos son de: “otra vez, otra vez y otra vez”, su visión del tiempo y del cansancio son muy distintos a los de la mente adulta. No me sorprende que el director haya deliberado este aspecto obsesivo del eterno ludens del niño que no quiere dejar de jugar. Aunque al final, como sucede siempre, irremediablemente haya que rendirse ante la realidad y sentarse a cenar con los grandes, como les pasa a todos los jóvenes si ese día quieren saciar su hambre, que para más datos es tan grande como su imaginación.
La plenitud de lo patético
Con Jarry el humor es un instrumento del conocimiento y no burla simplificada; su humor es poético, como señala Blaise Cendrars: “el arte de saber explotar de risa en la plenitud de lo patético”, llevando a sus extremos su temperamento caprichoso. El personaje tiene esa facultad de hacer todo el tiempo lo que le da la gana, nadie como Ubú para practicar el gran deporte de la libertad. Ubú ha sido creado como “un ser innoble –apunta Jarry– de tal suerte que, en lo más bajo, se nos parece a todos”. Ésta es su paradójica grandeza, su contestación al mundo cuando grita: ¡Mierdra! (una suerte de no se hagan pendejos), si en el fondo sabemos que todos somos así como humanidad: mezquinos y crueles.
El movimiento Surrealista también le debe a Jarry aceptar que fue una piedra toral de esa nueva arquitectura conceptual que se arrojaba más “allá de la realidad”; un eco fundamental que se dejó sentir en el teatro del Absurdo en los años 50, y que hoy cobra estatuto de verdad intemporal. Como dijo Albert Einstein: “Dos cosas son infinitas: el universo y la estupidez humana, y de lo primero no estoy muy seguro…”. De lo segundo, ya sabemos, Ubús hay en todas partes gobernando en nombre de la libertad y la democracia.