Arte y Cultura

Adelanto del libro “Juego de reinas, las mujeres que dominaron el siglo XVI” de Sarah Gristwood

La Europa del siglo XVI contempló una explosión de poder femenino. Las mujeres tuvieron un poder sin precedentes. Isabel de Castilla, en traje de armadura, siguió a sus soldados al campo de batalla. Margaret de Austria y Luisa de Saboya, dos reinas regentes, pusieron fin a años de guerra con su «Paz de las Damas». Ana Bolena fue criada en la corte de Margarita de Austria, rodeada de mujeres poderosas; su hija, Isabel Tudor, creció para ser una de las reinas más famosas de la historia. Con sus límites y sus decisiones, estas mujeres fueron también madres e hijas, mentoras y protegidas, aliadas y enemigos. Por primera vez, Europa vio una hermandad de mujeres que ejercían su autoridad de una manera exclusivamente femenina y que no se equipararía hasta los tiempos modernos.

Una fascinante biografía de grupo y una emocionante epopeya política, Juego de reinas explora las vidas de algunas de las reinas más queridas (y vilipendiadas) de la historia. Desde el surgimiento de esta era de reinas hasta su eventual colapso, una cosa será ya cierta: Europa nunca sería la misma.

Te compartimos un fragmento del libro Juego de reinas, las mujeres que dominaron el siglo XVI de Sarah Gristwood  (Ariel), © 2018. Traducción: Gemma Deza Guil. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

 

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Gambito
Los Países Bajos, 1513

La muchacha que llegó a la corte de los Países Bajos en el verano de 1513 era la hija de una cortesana, educada para conocer los pasos de la peligrosa danza de la corte, una vida donde se intercambiaban ventajas por presencia y donde el favor se ganaba con adulaciones. Sabía que la pompa de una mascarada en Navidad podía enviar un mensaje hechizante, que la fortuna de una familia podía aumentar o caer a voluntad de un gobernante y que, en la gran partida de ajedrez de la política europea, incluso ella tenía una función que desempeñar.

Nadie, por supuesto, tenía aún idea de cuán importante sería esa función.

Llegó como la última de las dieciocho damas de honor que atendían a Margarita de Austria, la regente de los Países Bajos. Con sólo doce años de edad, había sido entregada a un extraño (uno de los escuderos del regente) y escoltada desde la casa señorial de su familia en Weald, en la provincia inglesa de Kent, para realizar un viaje único por mar. Estaría entusiasmada, pero seguramente también asustada. Quizá ninguna llegada en su vida, ni siquiera la llegada a la Torre de Londres más de veinte años después, le resultara tan alienante como aquélla.

Tendría doce años, aproximadamente. No sabemos con certeza la fecha de nacimiento de Ana Bolena. De hecho, la deducimos en parte del conocimiento de que llegó a la corte de Margarita de Austria en 1513 y de que doce años era la edad mínima en que una niña solía asumir tales deberes.

«Es tan inteligente y tan agradable para su tierna edad que me siento más en deuda con vos por enviármela de lo que vos podéis estar conmigo», escribió Margarita al padre de Ana. Tal homenaje revestía especial importancia, ya que la propia Margarita había disfrutado de un aprendizaje político en toda Europa sin parangón siquiera en el siglo xvi. A los treinta y tres años de edad, tras seis gobernando los Países Bajos en nombre de su padre, Maximiliano, y del nieto de éste, su sobrino Carlos, era una figura de autoridad internacional. Seguir la carrera inicial de Margarita de Austria equivale a leer el Quién es quién de la Europa del siglo xvi. Y Margarita acabaría por desempeñar un papel destacado en las vidas de dos de las reinas más polémicas de la historia de Inglaterra.

«Hagas lo que hagas, ponte al servicio de una dama a quien tengan en buena consideración, que sea constante y tenga buen juicio», recomendaba la regente francesa Ana de Beaujeu, una de las mentoras de Margarita, en un manual de instrucciones dedicado a su hija. Si Ana Bolena tenía que aprender la lección de que una mujer podía plantear ideas, ejercer autoridad y ser dueña de su propio destino, no podía haber caído en mejores manos.

El polémico erudito alemán Cornelio Agripa dedicó Acerca de la nobleza y excelencia del sexo femenino a Margarita de Austria. Agripa sostenía que las diferencias entre hombres y mujeres eran meramente físicas: «En cuanto a la mujer, recibió la misma inteligencia que el hombre, la misma razón y la misma lengua, y tanto ella como él tienen como fin la beatitud, finalidad que no excluye a ningún sexo»,*1 y que la única razón por la cual las mujeres estaban subordinadas cabía buscarla en la falta de educación y la animadversión masculina.

En el francés de una escolar, pues era el francés el idioma elegido en la corte de Margarita de Austria, Ana Bolena escribió a su padre comunicándole su determinación de sacar el máximo partido a sus oportunidades. Escribía con una gramática y una ortografía idiosincráticas (se esforzaría, le transmitió en aquel escrito, por aprender a hablar bien francés «y también a deletrearlo»), pero bajo el ojo avizor de un tutor. La corte de Margarita tal vez fuera un centro de poder y placer, pero también era el mejor seminario que existía en Europa. El diplomático francés Lancelot de Carles relató posteriormente cómo la joven Ana «escuchaba con atención a las damas honorables, poniendo todo su empeño en imitarlas a la perfección, y hacía tan buen uso de su inteligencia que en breve dominó por completo el idioma».

Los retratos de la mujer a quien Ana Bolena conoció en 1513 transmiten una mezcla sutil de mensajes. Desde el final de su tercer y último matrimonio, Margarita de Austria se obstinó en que la pintaran siempre con cofia de viuda, de tal manera que sólo el blanco de su tocado y las mangas de su vestido aportaban cierto alivio al negro de la tinta. A primera vista, cuesta imaginar una figura más sombría. Pero las apariencias engañan. Mostrarse como una viuda era, en la superficie, una declaración de abnegación, casi de debilidad, una súplica de compasión. Pero, en realidad, como mujer, le posibilitaba ejercer una autoridad moral y práctica; era el único papel que le permitía actuar de manera independiente, ni como niña ni como una propiedad.

En heráldica, el negro era el color de la loyauté, y Margarita de Austria era célebre por su lealtad. Pero un visitante italiano destacó que, además de «una presencia magnífica y verdaderamente imperial», tenía «una risa sumamente agradable». La tela negra, que requería un tinte mucho más caro y más mano de obra para producir su intenso color, era el material de lujo del siglo xvi. Y en el retrato, hoy en Viena, el pálido pelaje de las mangas de Margarita es caro armiño. La corte a la que Ana Bolena había llegado, ya fuera en el palacio de verano en Veure (La Veuren) o en el castillo base de Margarita en Malinas, era un lugar de cultura y lujos. Entre los libros ilustrados que Ana Bolena pudo encontrar en la biblioteca de Margarita se hallaba el ya famoso Très Riches Heures du Duc de Berry (un legado del último esposo de Margarita), así como ejemplares más nuevos con adornos orales en los márgenes. Con el tiempo, Ana intercambiaría notas con Enrique VIII en los márgenes de uno de aquellos libros.

Erasmo era uno más de los artistas y pensadores a quienes Margarita de Austria recibía en Malinas. Grande por fuera, pero medido por los estándares palaciegos poco más que una casa de ladrillo poco ostentosa, el hogar de Margarita era un lugar donde obras teológicas convivían con desnudos renacentistas. Junto a adquisiciones más recientes descansaba un mapamundi que Van Eyck había pintado para su bisabuelo, Felipe el Bueno. Una de esas obras correspondía a lo que los inventarios de Margarita describen como «Ung grant tableau qu’on appelle, Hernoul-le-fin» («Un gran cuadro que denominan Hernoul-le-fin»): lo que ahora conocemos como el retrato de Arnolfini. Según los inventarios de 1516, dicho lienzo había sido «un regalo de Diego a la señora». Don Diego de Guevara, un español que había entrado al servicio de la familia de Margarita, era otro cortesano que ansiaba colocar a una joven pariente en el hogar ducal, y es posible que el retrato de Arnolfini («fort exquis», exquisito, según lo califica un inventario posterior de Margarita) fuera la moneda de cambio por su gratitud y una señal de con cuánto ahínco se codiciaban tales posiciones.

Las paredes de Malinas estaban decoradas con colgaduras de damasco azul y amarillo, con tafetán verde o con la colección legendaria de tapices de Margarita por la cual eran famosos los Países Bajos. Posteriormente, después de que el conquistador Cortés regresara de México, la colección de Margarita se amplió con un abrigo de pieles de Moctezuma, máscaras de mosaicos aztecas y un ave del paraíso disecada. Como pionera moderna del tipo de gabinete de curiosidades tan apreciado por los mecenas italianos, Margarita empleaba a un comisario y dos asistentes para que cuidaran su colección. 

  1. Traducción extraída de: Agripa, Cornelio. De la nobleza y preeminencia del sexo femenino, Ediciones Indigo, Barcelona 1999. (N. de la t.)[T]
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