Un episodio asombroso y olvidado protagonizado por una de las mujeres más célebres de nuestra Historia: Cayetana de Alba, la inolvidable musa de Goya.
Excéntrica, caprichosa y libre, durante más de doscientos años su poder de seducción se ha mantenido inalterable. Sin embargo, pocos saben que la duquesa adoptó a una niña negra, María Luz, a quien quiso y educó como a una hija y a la que dejó parte de su fortuna.
Carmen Posadas cuenta con mano maestra la peripecia de las dos madres: la adoptiva, con sus amores y dramas en la corte de Carlos IV, un auténtico nido de intrigas, y la de la biológica, Trinidad que, esclava en España, lucha por encontrar al bebé que le fue arrebatado al nacer.
Te compartimos un fragmento del libro La hija de Cayetana, la desconocida historia de la hija negra de la Duquesa de Alba de Carmen Posadas, publicado en el sello Espasa. ©2017. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.
Capítulo 1
Tormenta
Parecía como si la tormenta y su tormento hubieran decidido confabularse en su contra. Con cada embate del vendaval, con cada ola que se estrellaba contra el casco de la nave, a Trinidad le crecían los dolores. La primera punzada la había sentido horas atrás, hacia las ocho de la mañana, pero entonces prefirió ignorarla. Era menester aprovechar que Lucila, su ama, había amanecido ese día con un nuevo achaque de lo que ella misma llamaba su mala salud de hierro, y eso le permitiría hablar a solas con Juan. Intercambiaron inteligencia durante el desayuno. Una mirada, un simple gesto les había bastado siempre para entenderse. «Cerca del castillo de popa, igual que ayer», así decían sus ojos. Nadie vio ni sospechó nada. Ni las dos beatas de Camagüey con las que sus amos compartían mesa en el comedor durante la travesía, ni tampoco aquel matrimonio tan estirado que embarcó con ellos en el puerto de La Habana. Aunque ahora que Trinidad hacía memoria, ella —una mujer de mediana edad y un pelo de un rojo demasiado violento para latitudes cubanas— sí había hecho un pequeño comentario la noche anterior. ¿Qué fue exactamente? Algo así como: «Dígame, señor García, Trinidad, la mulata joven que viaja con ustedes, es de esas esclavas que se crían en casa, no me diga que no». Como si supiera. Como si adivinara que Juan y ella tenían un vínculo que los unía desde la cuna. La madre de Juan había muerto de puerperales dos semanas después del parto y a la de Trinidad, que acababa de tenerla a ella un par de días antes, le tocó alimentar a los dos. Más tarde vinieron juegos infantiles, baños en el río, siestas en los platanales hasta que un día, sin que ninguno supiera muy bien cómo, tanta libertad clandestina se les había vuelto amor. «Se equivoca, señora —mintió Juan, como tantas otras veces—. No sé de qué me habla». Eran ya demasiadas las historias de abusos que se contaban con esclavas e hijos del amo como protagonistas como para dejar que aquella mujer pensara que la de ellos era una más. Tampoco había visto Juan la necesidad de contarle nada a su futura mujer cuando con diecisiete años él, treinta ella, a punto de quedarse para vestir santos, los casaron. Lucila era la heredera de la mayor plantación de Matanzas y él pertenecía a la más vieja (y arruinada) familia del lugar. La alianza ideal para que un día uno de sus hijos heredara posición y también fortuna. El destino quiso, sin embargo, que, once años más tarde, el único hijo engendrado por Juan creciese ahora en el vientre de Trinidad. ¿De cuánto tiempo estaría? Difícil saberlo. Nunca había sido regular en esas cosas, y luego, con los trajines de la partida, ni siquiera reparó en las sucesivas faltas. Tampoco más adelante, cuando otros indicios obvios empezaron a alertarla, su cuerpo pareció deformarse demasiado, de modo que para qué contarle a nadie, ni siquiera a su madre, un secreto que sólo Juan conocía. Bastaba con ponerse ropa más holgada (al fin y al cabo, nadie repara en cómo viste una esclava) hasta llegar al otro lado del océano. Con sus escalas y frecuentes tormentas, un viaje como aquél, le había explicado Juan, podía durar hasta cincuenta días. Entonces decidirían qué hacer, sería todo más fácil una vez llegados a Cádiz.
«Sólo una cosa te pido —le había dicho ella aquella misma mañana cuando se encontraron en el castillo de proa después del desayuno—. Que nuestro hijo sea libre». Él se lo había prometido y ella le creyó. ¿Por qué no? Juan no era el primero ni desde luego sería el último amo que daba libertad a uno de su sangre. Existían, Trinidad lo sabía, varios precedentes, tres incluso en plantaciones cercanas a la de los García.
Parecía todo tan fácil allí, solos los dos en cubierta, riendo con el viento a favor y la primera línea de la isla de Cabo Verde dibujándose ya en el horizonte, que a Trinidad le dio por soñar. Era gratis y, además, ella rara vez perdía la sonrisa. Pero había una razón adicional para hacerlo ahora. Poco antes de partir, había oído, al descuido, una conversación entre el hermano Pedro, el capellán de los García, y uno de los dos capataces in- gleses que trabajaban para la familia. Robin, que así se llamaba aquel hombre, se burlaba de cierto suculento chisme que corría por los alrededores. Contaban que el viejo Eufrasio, uno de los ricos del lugar, al enviudar, no sólo había dado la libertad a un hijo habido con una de sus esclavas, sino que, por su setenta cumpleaños, planeaba casarse con ella. «Vaya chochera —rio Robin—. En Jamaica, en Barbados, en Carolina del Norte o cual- quiera de nuestras colonias ese viejo pasaría la noche de bodas bebiendo agua con gusanos en la cárcel». «Muy cierto —le había replicado el fraile—. Ésa es la diferencia entre nosotros. Vuestras leyes no sólo prohíben los matrimonios, sino que castigan con dureza todo trato carnal con negros. Las nuestras, en cambio, están basadas en los preceptos de la Santa Madre Iglesia». «¿Y qué?», había preguntado despectivamente el capataz. «Pues que esta Santa Madre nuestra puede tener y desde luego tiene multitud de pecados —sonrió el fraile—, pero al menos reconoce como iguales a todas las criaturas de Dios, por eso en nuestras colonias ambas cosas están permitidas».
Y era tan infinito el horizonte, tan bella esa tierra cerca de la que navegaban, que a Trinidad le dio por soñar un rato más. Se le ocurrió entonces que, cuando desanduvieran esa misma ruta de vuelta a Cuba, todo podía ser distinto. Ama Lucila se había empeñado en ir a España un par de años para cambiar de aires y ver si mejoraba esa mala salud, que siempre invocaba, pero, tarde o temprano, tendrían que volver a casa. Tantas cosas podían ocurrir de aquí a entonces. A diferencia de ama Lucila, tan llena de achaques fingidos o verdaderos, Juan y ella eran sanos, jóvenes y tendrían un hijo en común. ¿Quién podía asegurar que el futuro estaba escrito o marcado a fuego de antemano? Nadie.
Apenas dos horas más tarde ni el horizonte infinito ni tampoco la costa de Cabo Verde continuaban en su lugar. O al menos eso parecía después de que un manto de niebla corriera sobre el mar convirtiendo el día en noche.
Uno, dos, tres, cuatro… Trinidad sabía desde niña que contando muy despacio desde el estallido de un relámpago hasta oír el sonido del trueno, se podía adivinar a cuántas millas de distancia estaba el ojo de la tormenta. Uno, dos… y ni falta le hizo llegar a tres para ponerse a rezar con todas sus fuerzas. Bastaba con ver las horrorizadas caras de los pasajeros que tenía en derredor. Muchos de ellos se habían congregado en el comedor principal porque desde allí, y en apariencia a resguardo, alcanzaban a ver cómo se iluminaba el océano a la luz, no sólo de los relámpagos, sino, sobre todo, de los rayos que asaeteaban un mar denso y oscuro como el plomo.
—¡Reducir paño! ¡Prepararse para tomar rizos! ¡Amurar a barlovento!
Las órdenes se sucedían sin que ninguna pareciera surtir efecto sobre la estabilidad de la nave, que cabeceaba chirriante, embarcando agua cada vez que la proa se hundía hasta arrancar espumarajos a las olas. Las beatas de Camagüey se abrazaban mientras que el matrimonio habanero prefería desgranar jaculatorias que otros pasajeros no tardaron en corear con sim lar fervor. ¿Y Juan? Trinidad se dijo que quizá hubiera bajado a los camarotes para asegurarse de que ama Lucila estaba bien y ayudarla a reunirse con los demás.
—Soy la señora de García, ¿alguien sabe dónde está mi marido? ¡No comprendo cómo se las arregla este hombre, nunca está conmigo cuando lo necesito!
Trinidad se volvió hacia la puerta al oír la voz áspera de su ama. Su figura alta y seca se abría camino entre los pasajeros.
—Yo me crucé con alguien en cubierta cuando arreciaba ya la tormenta —intervino un marinero—. Tal vez fuera él, apenas se veía nada a dos palmos. Le grité que volviera atrás, que se pusiera a cubierto, rediós, pero él porfió que su mujer estaba abajo y allá que se fue sin encomendarse a santos ni a diablos.
—¡Mentira! Yo subí en cuanto esta maldita nave empezó a menearse como una sonaja. Nos hubiéramos cruzado en el camino. Tuvo que ir en otra dirección, aunque ya me barrunto cuál…
—Serénese, señora. Seguramente su marido bajó y, al no encontrarla, ha preferido aguardar allí —la tranquilizó el contramaestre—. Es lo que haría cualquier persona sensata, no moverse de donde está.
—¿Y qué va a hacer usted al respecto? ¡Ordene que bajen por él ahora mismo!
—Nadie se moverá de aquí, es imposible dar un paso en cubierta —respondió el marino, empezando a perder la paciencia—. Pero descuide —añadió luego, más conciliador—. Las tormentas en esta zona del Atlántico son tan cortas como escandalosas. En un rato todo habrá pasado.
Desdiciendo sus palabras, un bandazo a babor y otro más violento a estribor logró que Lucila y el contramaestre acabaran una en brazos del otro.
—¡Apártese! ¡No me toque! Habrase visto tamaño descaro… Pero, Dios mío, nos hundiremos sin remedio. ¿Qué va a ser de mí?
—¡Mirad la que se nos viene encima!
Un muro de agua gris más alto que el palo de mesana se cernía desde estribor y el pánico se adueñó del pasaje.
—Virgen de la Caridad, yo no sé nadar.
—Ni yo tampoco.
—¿Y de qué sirve nadar si estamos lo menos a cinco millas de la costa?
—¡Maderas, maderas!
—¿De qué carajo habla usted?
—De esos troncos y maderos que hay apilados sobre la cubierta. ¿No se han fijado? Son una precaución obligada por si alguien cae al agua durante la travesía, o se produce, Dios no lo permita, un naufragio.
—¿Habrá suficientes para todos?
—¡Yo quiero el mío!
—¡Y yo!
—¡Vamos, salgamos a cubierta, mejor que se nos lleve una ola que ahogarnos aquí encerrados como ratas!
Varios pasajeros se precipitaron hacia la puerta, pero un nuevo y brutal bandazo se ocupó de derribarlos y echarlos a rodar como piezas de bolera. El barco, que acababa de arriscarse más que nunca, quedó esta vez en vilo durante unos segundos que se hicieron eternos para desplomarse después con una violencia tal que por los aires volaron sillas, taburetes, botellas, platos y todo lo que no estaba anclado al suelo.
Trinidad notó entonces un golpe en la cabeza que casi la derriba. El brazo metálico desprendido de uno de los candelabros del techo le había abierto una brecha en la frente. Pero ni siquiera le dio tiempo a llevarse la mano a la herida. Otra punzada más dolorosa la obligó a doblarse sobre sí misma. «Dios mío, no, ahora no, no puede ser, es demasiado pronto, ¿o quizá no lo sea tanto?». Si al menos supiera con certeza de cuántos meses era su embarazo…
«De siete lunas, muchacha, ni una menos», eso había sentenciado Celeste, la otra esclava que viajaba con los García, una negra vieja que se preciaba de entender de estos y de otros muchos entuertos. «Así que harás bien en vendarte el vientre un poco más si no quieres que el ama te muela a palos. Eso y rezar, chica, para que a la criatura no le dé por salir antes de que avistemos tierra», había añadido como pájaro de mal agüero. Pero al rato ya estaba fumando su vieja cachimba y riendo al tiempo que le echaba los caracoles para asegurar que no había cuidado, que la niña —«Porque será hembra, eso dalo por seguro, m’hijita, yo no me equivoco nunca»— tenía la bendición de Oshun, señora de las parturientas. «… Y si al nacer, va y saca los ojos tan verdes de alguien que yo sé —continuó mientras le señalaba el vientre con su humeante pipa—, puedes considerarte afortunada. De ese bendito color, muchacha, dependerán muchas cosas, acuérdate de lo que te digo».
Un grito de dolor le trepó garganta arriba y Trinidad se vio de pronto agradeciendo a Oshun, a todos los orishás —y también a la tormenta— la posibilidad que le daban de gritar y retorcerse sin que nadie sospechara el verdadero motivo. Durante quién sabe cuánto rato continuó así, tratando de acompasar sus quejidos a los lamentos de otros pasajeros cada vez que su vientre se contraía, al tiempo que rogaba a todos los dioses yorubas y cristianos que fuese, por favor, por caridad, sólo una falsa alarma. Si los orishás u otros santos la oyeron, sólo tuvieron a bien concederle un armisticio. Poco a poco, los chirridos del barco empezaron a dar paso a sonidos más sosegados, más rítmicos. No cesaron del todo los bandazos, pero por lo menos permitían ahora caminar y moverse por la nave.
… Dos, tres, cuatro, cinco, seis… igual que al principio del temporal Trinidad había calculado la distancia a la que estaba la tormenta por los segundos que separaban el relámpago del trueno, descubrió que también podía medir el tiempo que mediaba entre sus cada vez más frecuentes espasmos y aprovechar las treguas para intentar alcanzar primero la cubierta y, de ahí, poco a poco, dirigirse al sollado. Así llamaban los marineros a la gran estancia sin apenas ventilación que había en el fondo de la bodega donde dormían los esclavos. ¿Se habría refugiado alguno allí durante el temporal? Con que hubiera uno solo, podría pedirle que avisara a Celeste, ella sabría qué hacer.
… Veintitrés, veinticuatro, veinticinco… Acababa de salir a cubierta cuando se cruzó con la mujer de pelo rojo y Trinidad casi ríe al verla tan desmadejada y temblona como ella. «Con Dios, señora», alcanzó incluso a decirle mientras encaminaba sus pasos a estribor. Su idea era atravesar la cubierta, llegar desde el comedor en el que ahora se encontraba hasta la escala principal que había allá en proa, en el otro extremo de la nave, y bajar luego a las cubiertas inferiores… Cincuenta y ocho… cincuenta y nueve… sesenta… No lejos de donde está pero en la amura de babor, alcanza a oír a Lucila, que pregunta de nuevo por Juan, esta vez a un grupo de esclavos.
… Setenta y nueve… ochenta… ochenta y uno… Trinidad habría dado cualquier cosa por poder detenerse unos segundos y escuchar algo más de aquella conversación, tratar de averiguar dónde se encuentra Juan, pero… ciento dos, ciento tres, ciento cuatro… aún le resta bajar con tiento la escala principal agarrándose bien al pasamanos, recorrer toda la cubierta inferior donde se alinean los camarotes principales antes de llegar al fondo y bajar un segundo tramo de peldaños hasta alcanzar el sollado.
—¿Estás bien? ¿Te ayudo?
Trinidad nunca antes había visto a la pasajera que tiene ahora delante. Acababa de salir de uno de los camarotes de segunda clase. Rubia, ni muy joven ni muy vieja, su aspecto recuerda vagamente a un pájaro. No parece una criada, pero tampoco viste como las damas ricas que viajan con los García en los camarotes de primera.
—No me extraña que estés mareada como una cuba, ven, apóyate en mí —le dice a Trinidad mientras la coge por un brazo. Pero en ese momento un nuevo espasmo más fuerte que to- dos los demás la delata.
—¿Se puede saber qué te pasa, negra?
—Nada, señorita, por caridad se lo pido, no diga nada, estoy bien…