Arte y Cultura

#ElTelónDeLaDiabla: La mujer justa o el terceto de Budapest

“Uno siempre responde con su vida entera a las preguntas más importantes”.
Sandor Marai

 

A riesgo de parecer injusta al desmarcarme de la aclamación unánime sobre La mujer justa de Sándor Márai bajo la dirección de Enrique Singer, actualmente en la Sala Xavier Villaurrutia del CCB, diré que –a mi juicio–, no alcanza la misma estatura de la ambición teatral que se pretende.

Confieso que no he leído a Márai, pero sé por haber investigado y no sólo por “interpósitas personas”, de su innegable valor literario insertado en las letras europeas, sobre todo posterior a su muerte. Una vez aclarada la situación de no contar con el exquisito recuerdo de su narrativa, más que historiográficamente, lo que hace que Márai sea junto con Kertész de esos autores que se rebelaron a cambiar de idioma, como lo hicieron Ionesco o Joseph Conrad, a pesar de decir que el húngaro era prácticamente una “una lengua muda” para el contexto de la literatura. Así que mi aproximación inmediata ha sido la puesta en escena de Enrique Singer y, tratándose de lo que siempre suele perderse en el camino de llevar una novela al teatro, aquí el trabajo de adaptación de Hugo Urquijo y Graciela Dufau es tan eficaz que han hecho irme a buscar con entusiasmo su obra.

La mujer justa me recordó de inmediato El Cuarteto de Alejandría, escrita por Lawrence Durrell justo antes de la segunda guerra mundial en un ejercicio en partes. La primera novela Justine, publicada en 1957, dio origen a esa idea de contar una misma historia por diferentes personajes y con su propia visión de los hechos, aunque inevitablemente me remite también a Rashōmon (1950) de Akira Kurosawa, basada en el cuento de 1915 de Ryūnosuke Akutagawa, y que cada vez más confirmo que no sólo inaugura género, sino que es un texto-madre. En éste se narra el crimen de un samurai en el siglo XII a través de cuatro testimonios: el del asesino del samurai, el de la esposa del samurai, del samurai mismo (el cual habla a través de una médium) y de un trabajador que fue testigo del hecho.

La mujer justa es la historia de un triángulo amoroso contado desde la visión de cada protagonista de ese amor, de ese desgaste, de ese ideal, de ese grado en el que, de una u otra forma, todos son esa “persona justa” en un punto para el ser amado, pero que también, en esa medida hay un ‘otro’ punto equidistante en el que justo esa “pizca” que falta hace imposible hallar la felicidad total en y con el otr@.

En la historia de Márai situada en Budapest, María, una mujer burguesa (Verónica Lánger) cuenta a una amiga cómo descubrió el adulterio de su acaudalado marido Peter (Juan Carlos Colombo), y éste confiesa a un escritor que es su amigo (Héctor Holten) cómo abandonó a su esposa por otra mujer, Judit (Marina de Tavira), una criada que trabaja en la casa de su madre (Tina French). La doncella, presa de una rabia social que le viene de su origen pobre, cuenta a su vez cómo se casó con un hombre adinerado para salir de su situación.

¿La realidad es la misma? No, desde luego que no. La historia, señala Singer, no es sólo una anécdota pasional o amorosa; es, como en el caso del Cuarteto… de Durrel, un sutil pero nada ingenuo recurso narrativo, para mostrar la viveza de ángulos sociales y políticos, de modos de concebir la vida desde la estatura social y su constructo cultural. Se ama y se exige desde los diferentes modos de ver el mundo, y allí están imbrincadas las principales carencias e imposibilidades, porque a diferencia de las telenovelas de hoy en día, las sirvientas no son seducidas por los patrones sin conciencia de su propia clase, ni saltan como en un brincolín a las esferas de la alcurnia sin restricción alguna.

El orden disonante

Un elenco tan estructurado como con el que cuenta esta obra y una carrera tan sólida como la de Enrique Singer nos hablan de un teatro de factura impecable en los detalles. Indiscutiblemente esto siempre ha sido el toque de un director acucioso y entero que, en sus búsquedas formales, nos roba el aliento a los que somos adictos a la meticulosidad de la estética. Por eso aquí cabe mencionar a Víctor Zapatero, como el oficioso artífice de ese claroscurismo hiperrealista de una luz que desvela, con toda precisión, la naturaleza de unos personajes vistos bajo la lupa de su beldad y de sus angustias y durezas psicológicas, en retratos bien perfilados.

No obstante, la distorsión deviene del abuso de ese estatismo esteticista que no logra anclarse en la emoción por una actuación dividida en dos tendencias histriónicas muy desiguales. Tenemos por un lado a una espléndida Tina French que, a mi juicio, fue la grata certidumbre de la obra. No cabe duda que ella sola es capaz de abarcar el escenario y alumbrar más que un ‘varal’ con su propia luz. Y el caso de Verónica Lánger, de igual manera denota el goce de su trabajo contrastando con el puro cliché impresionista de Marina de Tavira, quien desde hace tres o cuatro obras no se ha podido salir de un estereotipo, evidenciando que le está encargando a su belleza física y a su linaje teatral, todo lo que su oficio debiera dictarle.

El caso de Juan Carlos Colombo deviene en ese mismo sentido, ya es un actor harto acartonado, por lo que no basta colocar la voz en una resonancia bien templada y recitar un texto si no comunica nada al espectador. No hay forma de que una obra llegue a punzar en el alma si los actores no se salpican del mínimo aliento de indignación, de odio, de pasión irredenta, de amor frustrado, de pesimismo derrotado, de angustia complaciente, etcétera; todos esos matices que el texto dice y que se logran tan a medias.

Héctor Holten si bien tampoco alcanza la tesitura como para recordárnoslo entrañable, al menos su talento lo salva del pesado bloque de conceptos que no terminan de culminar en la ambición del director, que como mínimo aspira a lo sublime, porque sería como el siguiente paso en su trayectoria de obras tan logradas como Natán el sabio de E.G. Lessing o Traición de Harold Pinter, y más atrás con Hedda Gabler de Ibsen, un trabajo de los que recuerdo con más gozo, visto allí mismo en el Centro Cultural del Bosque, donde la obra de Sñandor termina temporada este lunes 1 de junio. En este fugaz comparativo es que me atrevo a bocetar un nivel en su trayectoria porque, mal que bien, queriendo y no, he seguido sus montajes con mucha proximidad e interés como mi profesionalismo me lo dicta.

Sin tratar de polemizar con estas discrepancias de criterio, con el resto de los aplaudidores de tiempo completo, diré que escoger a Márai, autor suicida –por cierto– de esta especie de “Terceto de Budapest”, escritor de pasiones encendidas desde lo vivido, de temas recurrentes y una muy sofisticada enramada de conflictos humanos que se bordan desde la mente y con un carácter de enfoque en la diversidad de lo que puede ser la realidad, me obligo a señalar la incongruencia de logro total y el rotundo éxito de la puesta. Pienso en Singer como uno de esos creadores que si algo tiene es un abordaje estricto en el diseño y pulcro en su trazo, amén de preciocista y a ratos exageradamente acotado por la forma, lo que se consigue en lo general; pero en lo particular, siendo serios, se le va de las manos con los actores que ya mencioné, ya que no abonan a la unidad del discurso teatral; por el contrario, hay un punto en el que la obra tiende hacia el rebusque estático de una retórica adormecedora, matando la acción dramática y hasta saboteando la imaginación que no llega a su clímax. En términos llanos, si se tratase de hacer el amor, todo se habría diluido en las caricias pero no se habría conseguido el orgasmo.

Siempre he reflexionado sobre la gran necesidad de que los actores dejen de hacer obras tan seguido para deshacerse de sus personajes anteriores, y así lograr nuevos retos, además de vencer sus propios récords. Lo mismo va para los directores. Esta es una de las obras más hondas del director, donde observo cierta vulnerabilidad personal de Singer, ya me lo había anticipado él mismo y lo corroboro, sobre todo si comparamos lo realizado en el último lustro; y vaya que lo aprecio con total reconocimiento a la madurez de su trabajo. Sin embargo, el porcentaje que nos deja ver y la exigencia de profundidad que se esperaba de todo el elenco y no sólo de sus bastiones escénicos, me hacen pensar en un punto ciego surgido de la propia dinámica de colaborar con personas a las que aprecia mucho, pero cuyo peligro radica en que hagan valer su “fuero” escénico y se tornen indirigibles, olvidándose por completo de la humildad con la que los personajes y el público deben ser tratados; ya no digamos ante la crítica independiente, ésa, la que la mayoría gremial repulsa e ignora por incómoda a los intereses de instituciones y personajes encumbrados e incuestionables, según la norma de la real art politic.

Lunes 1d e junio, última función en la Sala Xavier Villaurrutia del Centro Cultural del Bosque

 

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