Hasta para morir se tiene o no suerte. Y a veces la vida termina en un revés, justo en el último aliento. Así quizá, le sorprendió la muerte a Óscar Yoldi, quien hasta el día de su fallecimiento, el 24 de junio pasado, quienes le apreciamos, todavía le veíamos vida para rato….
En épocas recientes la gente le conoció por el cine, en cintas como Dulce Espíritu, Cabeza de Vaca y El Callejón de los Milagros, o en obras como el Monólogo del Papa, el último Pedro, o Calypso o Laberinto de un hombre solo, presentado en el Teatro Helénico en enero de este año.
Yo doy fe que a mí Óscar Yoldi me deslumbró hace muchos años, en una obra realmente memorable dirigida por uno de estos directores controversiales de México: Juan José Gurrola, quien montó Lástima que sea una puta’ (Tis Pity She’s a Whore en su versión original) de John Ford, estrenada entre 1629 en Inglaterra y publicada por primera vez en 1633, resucitada magistralmente por este chamuco del teatro, en 1978, en el Teatro Santa Catarina de la UNAM.
En ese montaje, que a mi juicio fue casi la obra cumbre de Gurrola, supe por primera vez que Óscar Yoldi, quien interpretaba el personaje de Poggio, era un gran actor. Yo realmente me sentí beneficiada de su talento, tanto como del estupendo personaje de Anabella, interpretado en cuerpo y alma por Vera Larrosa, una actriz quien también parece haberse esfumado en el recuerdo de aquella maravillosa vida que le dio al personaje protagónico, donde el incesto es el nudo del conflicto dramático.
Imposible no citar la referencia obligada de un montaje que estuvo arropado por muchos nombres de gente en ese momento con una estatura artística impresionante, aunque algunas declinaron en un extraño fenómeno de ida a la ‘baja’ en cuanto a la calidad última de su trayectoria artística. Juan José Gurrola hizo la traducción del texto junto con Fiona Alexander, responsable de aquel increíble vestuario hecho de tela de franela roja con extraordinarios rellenos, y cuya sencillez de materiales nos dejó con la boca abierta en ese punto de modernidad y clasicismo fuera de serie; y en la que todo era rojo y negro, en un juego simbólico donde el vestuario hablaba contundentemente en la apuesta del director revolucionario, y donde yo me “enamoré” del histrionismo del joven Óscar Yoldi. Salido de las huestes del teatro universitario era no sólo una promesa, sino ya un actor de tablas con una presencia bien plantada en el escenario y una chispa cómica de ingenio e inteligencia que continuaba fuera de la escena.
Aquel montaje, en el que el asesor literario fue ni más ni menos que Juan García Ponce, tuvo a Alejandro Luna en la realización de la escenografía y en la asistencia de dirección a Tina French y Salvador Garcini. Participaban como actores Gabriela Araujo, Tina French y Mariana Elizondo, entre otros.
Y con esa imagen deslumbrante de un actor capaz de comunicar tanto en sus intervenciones me quedo; porque hace tres años tuve ocasión de verlo en Los caballeros de Sófocles, una puesta dirigida por el maestro José Solé, en el Teatro Julio Castillo del Centro Cultural del Bosque, cuyo conjunto actoral donde participó Yoldi resultó lamentable, incluso en todos sus frentes de producción y, sobre todo, en la adaptación, que quiso hacer una farsa de los tiempos electorales donde se inclinaba a todas luces por Enrique Peña Nieto, entonces candidato a la presidencia de la República, por el Partido Revolucionario Institucional.
Cuando vi actuar por primera vez a Óscar Yoldi, yo era muy joven, no llegaba todavía ni a los 18 años, y estudiaba arte dramático paralelamente a mis estudios formales de la escuela, y veía mucho teatro. Solía subrayar los programas si me gustaba la actuación de tal o cual actor o actriz, si la escenografía o la iluminación tenían un impacto en mí notorio, en fin. Llevaba mi bitácora de la producción; pegaba los programas de mano que coleccionaba en un álbum engargolado con hojas blancas y les ponía las fechas y datos adicionales, en un rigor casi de archivista hemerográfica profesional. Ni pensar siquiera que lo mío se convertiría en una pasión por ser una crítica espectadora entrenada, jugando el papel de ‘La Diabla’ en un contexto donde, viene el caso el mote, porque se abomina a los críticos como yo. Ni modo, no soy monedita de oro, como dice la canción.
Yo reconocía desde entonces y sentía cuando las cosas estaban bien y cuando las cosas no marchaban en el escenario. Mi cultura de espectadora era muy intensa, gracias a unos padres que me llevaron a todo tipo de teatro y para más datos al de adultos desde temprana edad. No necesitaba conocer lo que ahora sé de ese mismo montaje incluso; supe que esa obra era memorable y entre mis predilectos actores de todo el elenco sólo anoté a Vera Larrosa y Óscar Yoldi. Así que, cuando años más tarde lo conocí por un amigo común, director de un grupo de teatro que ensayaba en una escuela de la SEP, la número 22, que se ubica en la cerrada de Nezahualcóyotl en Coyoacán, me sentí inmensamente afortunada.
Sí, así fue.
Cuando lo conocí le dije con toda esa ingenuidad y admiración de cualquier fan de una estrella de cine o televisión, si él era el mismo de la obra de teatro de John Ford. “Sí, claro, ¿la viste?”, me contestó, y me desbaraté en elogios. Hablamos de aquella Lástima que sea… así con puntos suspensivos, como la anunciaban algunos de los más “morales” periódicos de la época y que “vino a culminar una parte del periplo teatral de Juan José Gurrola”, como lo escribió Hugo Gutiérrez Vega, quien anota con nitidez cómo terminaba la obra: “con el cuerpo colgante de José Ángel García ocupando el centro de la escena (alguna vez cayó sobre mi sotana cardenalicia un chorro de sangre verdadera que salía de la muñeca herida del gran actor) y con el cardenal devorando una galletita y diciendo sin inflexión alguna: ‘Lástima que sea una puta'”.
Hablamos mucho de ése, que fue el primer montaje de la recién conformada Compañía de Repertorio de la UNAM, una obra cuya temática del incesto se estrenó con poco éxito y que fue atacada por los puritanos que, afortunadamente, no consiguieron contaminar a los funcionarios de la UNAM, quienes desde entonces no han cedido a la tentación de censurar el arte y han acogido hasta hoy como bandera, la libertad de expresión en todas sus vertientes estéticas, ideológicas y políticas, que cada artista ha puesto en la palestra habitual de su creación y experimentación.
Estaba emocionada y él, muy halagado me escuchaba y conversaba en tono sencillo, muy como siempre fue. Así comenzó la amistad, azuzándome a desarrollar mi inteligencia y compartiendo un vicio conjunto: el humor negro y una pasión por muchos temas de cultura, no sólo teatro, sino de poesía, narrativa y, por qué no, política. En fin, puedo decir que tener un amigo como él, en ese momento, fue clave en mi vida, porque aprendía mucho, porque siempre fui como una “senecta prematura”, así que amigos de mi edad tuve muy pocos; me gustaba aprender de gente más grande que me aportaba mucho y él fue parte de ese empeño, de una manera casual, amigable, sin pretensiones estrictamente académicas o de tertulia culteranas.
Posteriormente a aquellos primeros encuentros, volví a verlo en alguna exposición o en la Cineteca… a saber, ya no recuerdo. Para entonces, triste y desconsolada de mi primera gran experiencia emocional que rompió mi corazón en mil pedazos, Óscar formó parte, entre ser mi paño de lágrimas y aleccionarme sobre los embates de la vida amorosa que él mismo había experimentado para entonces. Fue así como mantuvimos una relación de llamadas nocturnas en las que la conversación era un reto al ingenio y a la erudición, porque Yoldi era un estudioso de cepa, le gustaba mucho la poesía le regalé varios libros de mi padre y él leía algunos poemas con esa cadencia y esa voz que lo distinguió siempre como un gran locutor de radio. Así nos sacamos la depresión, a golpe de poesía y risotadas.
Talento, saber, conocimiento y humor nunca le faltaron. Tal vez la impostura, tal vez otros derroteros de la vida que nunca supe, porque tras esas llamadas de acompañamiento cada quien se perdió en sus propias vidas, le jugaron malas pasadas, como para que terminara así, como otros actores o intelectuales que mueren en este país, en la pobreza y casi en el olvido.
Uno nunca acaba de saber por qué personalidades tan queridas como Carlo Cobos, por citar un ejemplo también reciente, y el propio Óscar que por donde pasaba parecía “Mr. Amigo”, culminaron sus días en situaciones tan penosas, descubiertos de seguridad social y en condiciones tan apremiantes. Y cito el caso de esta precariedad que estruja el corazón, cuando uno sabe que apenas unos días antes de que Yoldi falleciera, por el Facebook se llamaba a la comunidad teatral a una colecta para juntar 30 mil pesos para una intervención de cateterismo que le sería practicada, por la afección cardiaca que padecía. Lástima que no tuvimos 30 mil…. No fuimos oportunos en la ayuda, lo que contribuyó a que su deceso en el Instituto Nacional de Cardiología, donde se encontraba internado, resultara mucho más dramático, considerando que Yoldi nacido en 1945 (en Lombardía, Italia) todavía “aguantaba un piano”, como se dice, más si consideramos que hay colegas suyos mayores que aún dan la batalla en los escenarios de México.
Más allá pues, de hacer una relatoría exhaustiva de sus trabajos, una nota del obituario que tan bien (o no tanto) le salen a las instituciones culturales y organizaciones oficiales del gremio, en las que se ha reseñado su trayectoria al lado de figuras como Felipe Cazals, Nicolás Echeverría y Jorge Fons, mencionando su último trabajo fílmico: Más allá del dolor (2014), de Vanessa Palacios, cortometraje al que le anteceden filmes como La Noche del Pirata, Casi Divas, Efectos Secundarios, Crisis, Libre de Culpas, El Asesinato y La Sombra del Tunco; así como otras tantas participaciones en televisión como las de programas como Mujer, casos de la vida real, Cuentos de madrugada y Los Miserables, lo que habla de su ejercicio permanente en la profesión, mi reseña es como una huella de agua en la memoria de nuestro encuentro humano.
Sé que Óscar, con lo poco e intenso del momento en que pude conocerle, y con no todo lo que pude llevarle la cuenta de su desempeño actoral, sé que estaría satisfecho de este recuerdo simple, de esta sentida remembranza que me implica emocionalmente desde las bambalinas, como un simple punto de encuentro en el universo de nuestras vidas. Conversaciones largas, discusiones de temas en los que, a pesar de nuestra diferencia de edades nunca hizo notar como un impedimento o falla para no respetarme en lo intelectual, ni atenuó su visión incisiva a nombre de tener otra clase de intereses amorosos conmigo; solamente fuimos camaradas de un partido de ideas invisibles, porque ni siquiera puedo decir que ocupé el sitio de discípula, fuimos cómplices de fantasías compartidas, de mordacidades y carcajadas, de una forma ácida de ver al mundo y sus paradojas.
Le debo mucho a esa conocencia algo tangencial, muchos despertares de mi juicio crítico actual y desde múltiples perspectivas, que me enseñaron a cuestionarme a profundidad el universo y el teatro. Yoldi aportó no dejarme vencer por las desgracias, que para estas alturas, en cierto modo, ya se pueden contar algunas como importantes; entre ellas, por ejemplo, no haber podido aportar para juntar esos 30 mil pesos que bien le hubieran podido extender un poco más la vida.
Y la pregunta, ya no de los 30 mil sino del millón, es: y ¿a cuántos más del gremio les va a pasar igual?
Adiós amigo, como decías tú: “ya sabes lo que se te desea…”