Arte y Cultura

#LunesDeLibros Adelanto de El azul entre el cielo y el agua, de Susan Abulhawa

Susan Abulhawa nació en una familia de refugiados palestinos tras la guerra de 1967. Es activista por los derechos humanos y comentarista política. En el año 2000 fundó Playgrounds for Palestine, una organización dedicada a preservar el derecho de los niños al juego. Su primera novela, Mornings in Jenin, fue un best seller internacional que se tradujo a veintiséis idiomas.

Fragmento de El azul entre el cielo y el agua de Susan Abulhawa (Planeta, 2016), reproducido con autorización de Editorial Planeta Mexicana.

***

UNO

Mi tía abuela Mariam coleccionaba colores y los clasificaba. Dos generaciones después, eligieron mi nombre en honor a su amigo imaginario. Pero quizá no era producto de su imaginación. Quizá era yo en realidad. Porque ahora nos reunimos junto al río y yo le enseño a leer y escribir.

Pueblo entre pueblos, rodeado de jardines y olivares y bordeado al norte por un lago, en el siglo XIII Beit Daras estaba en la ruta de correo de El Cairo a Damasco. Se jactaba de tener un caravasar, una antigua posada a la orilla de la carretera que atendía el flujo constante de viajeros que se desplazaban a través de las rutas de comercio de Asia, el norte de África y el suroeste de Europa. Los mamelucos lo construyeron en 1325 d.C., cuando controlaban Palestina, y durante muchos siglos los habitantes lo llamaron el-Khan. En la parte más alta de Beit Daras estaban los restos de un castillo erigido por los cruzados a principios de 1100, quienes a su vez lo edificaron sobre un alcázar que Alejandro Magno construyó más de un milenio antes. La historia había convertido en ruinas aquello que alguna vez fue el espacio de los poderosos y lo que quedaba se mantenía en pie con serenidad, acumulando todo ese tiempo; en aquel lugar los niños jugaban y las parejas de jóvenes se ocultaban de los ojos que los vigilaban.

Un río, rebosante de un surtido divino de peces y plantas, corría por Beit Daras, trayendo bendiciones y llevándose todos los desperdicios, sueños, rumores, oraciones e historias del pueblo, los cuales vaciaba en el Mediterráneo, justo al norte de Gaza. El agua que fluía sobre las rocas canturreaba secretos de la tierra, y el tiempo transcurría al ritmo de las criaturas que reptaban, saltaban, zumbaban y volaban.

Cuando Mariam tenía cinco años, se robó el kohl para ojos de su hermana Nazmiyeh y lo usó para escribir una oración en una hoja de árbol que lanzó al río de Beit Daras. Era una plegaria en la que pedía un lápiz de verdad y permiso para entrar a la construcción a la que vas cuando tienes un lápiz. Lo que escribió eran garabatos, claro, a pesar de que había una escuela primaria con dos cuartos y cuatro maestros, que los habitantes pagaban con colectas mensuales. En vez de ir, Mariam observaba a su hermano y a los otros chicos con sus uniformes; cada uno llevaba un lápiz en la mano, un verdadero símbolo de estatus, y un morral con libros sobre los hombros mientras avanzaban colina arriba hacia ese lugar encantado con dos cuartos, cuatro maestros y muchos, muchos lápices.

Pero resultó que Mariam no necesitó la escuela para aprender, solo lápiz y papel. Creó un amigo imaginario llamado Khaled, quien la esperaba diariamente junto al río de Beit Daras para enseñarle a leer y escribir.

 

El color del río era un enigma para Mariam, quien se sentaba en la ribera a contemplar cómo lo que parecía incoloro tomaba prestadas las tonalidades de todo lo que había a su alrededor. En los días con mucha luz, era de un nítido azul claro, como el cielo. En primavera, cuando el mundo era especialmente verde, también lo era el río. A veces era claro y otras turbio. Mariam se preguntaba cómo el río podía adquirir tantos colores si el océano siempre era verde-azul, excepto en la noche, claro, cuando la pureza del negro lo cubría todo para dormir.

Después de pensarlo mucho, la joven Mariam concluyó que solo algunas cosas cambian de color. También comprendió a una edad temprana que su visión no era como la de nadie más. La gente cambiaba de color de acuerdo con su estado de ánimo, pero su hermana Nazmiyeh decía que solo Mariam podía ver esos cambios. Los tonos azules eran la norma cuando la gente rezaba, pero no siempre. Las expresiones de la gente no empataban necesariamente con sus colores. Las auras blancas se sentían maliciosas y algunas personas las tenían incluso cuando sonreían. Amarillo y azul significaban sinceridad y alegría. Negro era el más puro de todos, el aura de los bebés, de la nobleza máxima y de una gran fuerza.

Las flores y las frutas cambiaban de tonalidad de acuerdo con el ciclo de las estaciones. También los árboles. Y la piel de los brazos de Mariam, que pasaba de café a muy café en el verano. Pero su cabello siempre era negro y sus ojos siempre eran como eran: uno, verde; otro, café con toques miel. El ojo verde, el izquierdo, era su favorito porque a todos les encantaba mirarlo, pero esa curiosidad hacía que Nazmiyeh temiera que maldijeran a su hermanita con el hassad, el desgraciado mal de ojo que la envidia de los demás hace que caiga sobre uno.

 

DOS

Mi téta Nazmiyeh me dijo que ella fue la chica más linda de todo Beit Daras. También me dijo que fue la más ruda, e intenté imaginarme a mi téta en la gloria de su rudeza juvenil.

Proteger a Mariam de los males del hassad era responsabilidad de Nazmiyeh. Algunas personas simplemente tienen ojos hábiles y codiciosos que pueden echar la maldición con facilidad, incluso si no es su intención. Por eso Nazmiyeh le repetía a Mariam que usara un amuleto azul para protegerse de la envidia que la gente sentía por sus ojos especiales y frecuentemente le leía suras del Corán para mayor protección.

El tema de los ojos de Mariam surgió una vez entre las amigas de Nazmiyeh mientras lavaban ropa en el río. La mayoría estaban recién casadas o esperaban su primer hijo; pero algunas, como Nazmiyeh, seguían solteras.

—¿Cómo puede tener solo un ojo verde? —preguntó una de ellas.

Nazmiyeh echó hacia atrás el velo que cubría su cabello, liberando una cabeza de medusa con brillantes bucles teñidos de henna; lanzó la camisa blanca de su hermano al bote de lavado y respondió en tono de broma:

—Probablemente un semental romano metió su verga en nuestra línea ancestral hace unos cientos de años y ahora está asomándose por el ojo de mi pobre hermana.

En la libertad de la intimidad femenina de esa mañana de lavado, todas se rieron con los brazos hundidos en las tinas de ropa. Otra joven dijo:

—¡Qué lástima que no fuera una serpiente de dos cabezas! Así tendría los dos ojos verdes.

Y otra:

—Qué lástima sobre todo para tu antepasada, Nazmiyeh. ¡Qué tal le hubiera caído una de dos cabezas!

Sus carcajadas alcanzaron notas altas, liberadas por la vulgar desvergüenza a la que se estaban atreviendo. Así era el poder de Nazmiyeh para desnudar el decoro, permitiéndoles a quienes la rodeaban reconocer lo que se encontraba desperdigado en su corazón. Ella era burda de una forma que a la vez intrigaba y avergonzaba a sus amigas. Muy pocas se atrevían a reprochárselo, pues aunque su lengua podía tener un encanto capaz de derretir un corazón, también podía ser la causa de una picadura venenosa o el camino hacia la más terrible indecencia. La gente la amaba y la odiaba por eso.

Nazmiyeh creía que la extraña coloración de los ojos de su hermana estaba relacionada con su habilidad especial para detectar lo invisible. Mariam no era clarividente, pero podría ver el brillo de las personas.

—¿Qué quieres decir con «el brillo»? —le preguntó Nazmiyeh una vez.

—¡El brillo! —Mariam dibujó un trazo con la mano en el espacio que rodeaba la cabeza de Nazmiyeh—. Aquí está —afirmó.

Nazmiyeh llegó a entender que el mundo interior de los individuos formaba un halo de colores que solo su pequeña hermana Mariam podía ver. Después de eso, la familia puso a prueba la habilidad de Mariam durante días.

—Bueno, dime cómo me siento en este momento —dijo su hermano Mamdouh al volver a casa tras una pelea con los chicos del barrio.

—Estás rojo y verde —respondió Mariam, y luego volvió a lo que estaba haciendo.

Nazmiyeh se burló:

—Rojo y verde juntos significan que estás asustado y ganoso.

—Mariam no tiene idea de qué significa ganoso, así que sé que estás mintiendo, ¡niña horrenda y maleducada! —Mamdouh le dio un golpe detrás de la cabeza a Nazmiyeh y corrió a esconderse.

—¡Te conviene huir, niño!

—Pobre del triste burro que se case contigo —dijo Mamdouh protegiéndose detrás de la puerta.

Nazmiyeh se rio, lo que solo molestó más a Mamdouh.

Aunque la habilidad especial de Mariam menguó con el tiempo, se mantuvo como uno de los dos secretos familiares y Nazmiyeh la usó a su favor. Cuando la madre y las hermanas de un pretendiente fueron a su casa para conocer a Nazmiyeh, ella las trató con arrogancia y sarcasmo, porque Mariam pudo intuir que creían que Nazmiyeh no era digna de su hijo. En el mercado humilló a muchos vendedores que intentaron engañarla. El don de Mariam era el arma secreta de Nazmiyeh y ella prohibió mencionarlo fuera de la casa, al igual que prohibió hablar de Sulayman.

TRES

Um Mamdouh, mi bisabuela, vivió antes que yo. La llamaban «la Señora Loca», pero era toda amor, del tipo callado e impenetrable. Veía cosas que los otros no podían ver, aunque no como Mariam.

Había tres grandes clanes familiares en Beit Daras y cada uno tenía su propio barrio. Las familias Baroud, Maqademeh y Abú al-Shamaleh eran las más prestigiosas. Eran dueñas de la mayoría de las granjas, huertos, colmenas y pastizales. «Baraka» era el apellido de Nazmiyeh, Mamdouh y Mariam, pero no era como para presumirse. Vivían en el barrio de Masriyeen, una variada revoltura de palestinos sin pedigrí que se habían asentado en la parte más pobre de Beit Daras. Llegaron desde Egipto hacía cinco siglos y disfrazaron o abandonaron sus apellidos porque escaparon de la ira de un conflicto tribal o quizá deshonraron a la familia de alguna forma y habían tenido que irse. En realidad nadie lo sabía.

Durante la mayor parte de su vida en Beit Daras, Nazmiyeh, Mamdouh y Mariam fueron conocidos como los hijos de Um Mamdouh, la loca del pueblo. Aunque no tenían padre, la gente no se atrevía a hablar mal de su madre frente a ellos porque Nazmiyeh aparecía frente sus puertas, con la lengua afilada por la indignación y una alarmante falta de vergüenza. Aunque los niños lamentaban el estado de su madre y trataban con todas sus fuerzas de protegerla del escarnio de los demás, no siempre podían. A menudo Um Mamdouh miraba en lontananza, absorta en el vacío y hablando sola en un idioma extraño, y algunas veces se reía inexplicablemente.

Una vez la gente vio a Um Mamdouh levantarse el zaub y cagar en el río, y Mamdouh, entonces de solo once años, golpeó a un chico mucho mayor que él simplemente por atreverse a mencionarlo. Hubo muchas noches en que los tres tuvieron que convencer a su madre de que no durmiera en los pastizales, entre las cabras.

Se decía que su padre los había abandonado antes de que ninguno pudiera recordarlo, excepto Nazmiyeh, la mayor.

—Nuestro padre volvió una vez y disfrutamos una ghada todos juntos —les dijo Nazmiyeh. Mamdouh no podía recordarlo, pero la creyó porque lo juró sobre el Corán. Además, tenía que ser verdad. ¿De qué otro modo pudo haber sido concebida Mariam?

De cualquier modo, Mamdouh deseaba haber tenido el recuerdo de un padre.

CUATRO

No quiero adelantarme y contarles sobre Nur. Aún estaba a dos generaciones de distancia cuando mi tío abuelo Mamdouh fue a trabajar con el colmenero. Pero si crees como yo que la gente está compuesta por una parte de amor, una de carne y hueso y otra de todo lo demás, entonces mencionar su nombre ahora tiene sentido, por ser el origen de su parte de amor.

Conforme Mamdouh creció, sus extremidades se estiraron hacia la adultez y su voz se volvió más grave, llenándose de autoridad. Logró obtener un trabajo estable con un colmenero, cuyos tarros de miel se vendían por todo el país y hasta en Egipto y Turquía, e incluso en Mali y Senegal. El viejo colmenero se dio cuenta en tan solo un mes de que había encontrado al chico que podría educar para que un día se quedara a cargo del negocio familiar que había llegado hasta él a través de numerosas generaciones. Él tuvo tres esposas, dos de las cuales le habían dado cinco hijas y un hijo, que murió poco después de nacer. Un solo retoño, su hija menor, Yasmine, había mostrado aptitudes para la apicultura. Pero él ni se imaginaba que en menos de tres años los siglos de abejas, apiarios, cera, colmenas, panales y colmeneros que forjaron su vida desaparecerían como si la historia nunca hubiera existido. Todo lo que quedaría sería su amor por las abejas, el cual Yasmine, su hija favorita, llevaría en su corazón y plantaría en la tierra fértil de otro continente. Pero nadie podía saberlo entonces. El futuro de la gente de Beit Daras estaba tan lejos de su destino que incluso si un clarividente hubiera anunciado su porvenir, nadie le hubiera creído.

Por eso, el colmenero comenzó a enseñarle a Mamdouh todo lo que sabía sobre el arte de la apicultura. Su sonrisa estaba casi desdentada debido al raquitismo y nunca usaba guantes protectores, pues repetía que no le gustaba separarse de sus abejas, aunque siempre usaba su sombrero y velo y mantenía cerca un ahumador en caso de que apareciera un enjambre. Insistía en que Mamdouh usara guantes hasta que pudiera sentir la conexión con las abejas en cada parte de su cuerpo, comenzando en su corazón y avanzando hacia otros órganos vitales hasta alcanzar su piel.

—Solo entonces puedes dejar de usar guantes —armaba, dándole unos golpecitos en el hombro a Mamdouh.

A decir verdad, Mamdouh nunca podría tener una conexión visceral con la apicultura como su mentor esperaba. Sí, llegaba temprano al trabajo cada día y se quedaba hasta tarde escuchando al colmenero durante horas. Pero el entusiasmo y la atención de Mamdouh nacían de la herida por no tener padre y de un anhelo en lo profundo de su ser. Escuchaba muy poco de las historias del colmenero, absorbiendo la calidez de estar ahí y observando los alrededores en espera de un atisbo de Yasmine, la hija menor del colmenero. Y como generalmente la memoria sucumbe a la insistencia de las añoranzas, Mamdouh inventó el recuerdo de un padre cuyos rasgos se basaban en los de su mentor y tenía el carácter de un colmenero, que se sentaba para tomar el té tras la comida y hablar de miel mientras Mamdouh recorría el cuarto con la mirada buscando un resquicio de amor.

Antes de que Mamdouh se convirtiera en el aprendiz del colmenero, su familia vivía de lo que él vendía o ganaba con pequeños trabajos y de la caridad que obtenía de las mezquitas. Pero nunca era suficiente, especialmente cuando los extraños antojos de su madre se intensificaron. Una vez, durante el Eid, cuando Mamdouh no tenía ni doce años y la mezquita le había dado a su familia medio cordero, a Um Mamdouh la asaltó un hambre aterradora que ninguna cantidad de comida podía saciar. Mamdouh tuvo que abofetearla antes de que toda la carne desapareciera. El Corán dice que el cielo está bajo los pies de las madres, y todos saben que abofetear a la propia es hacer una reservación en el infierno. Pero seguramente Alá lo perdonó porque no actuó como su hijo, sino como el hombre de la casa que necesitaba asegurarse de que la familia tuviera carne para comer. Fue entonces cuando Mamdouh y sus hermanas comenzaron a ponerse en contra de Sulayman, el otro secreto familiar, pues sabían que el hambre de su madre era su culpa. Se daban cuenta de que él estaba cerca por el apetito voraz de su madre y sus ojos idos, que solo mostraban lo blanco, o por el característico olor a humo que Sulayman llevaba a donde quiera que iba.

CINCO

Quienes conocían a mi bisabuela Um Mamdouh en algún momento sabían sobre Sulayman. O sabían de ella tras escuchar sobre Sulayman. En esos días, todos evocaban un verso del Sagrado Corán (Al Hijre 15:26-27): «Y así fue cómo Él creó hombres de arcilla seca, dándole forma al suave barro negro. Y a los yinn: Él los creó a partir de la ama del fuego que no produce humo, en otros tiempos».

 

El azul entre el cielo y el agua

Una conmovedora novela sobre una familia desgarrada por la ocupación Palestina.

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