Fragmento de El viento de las horas de Ángeles Mastretta (Seix Barral, 2015), reproducido con autorización de Editorial Planeta Mexicana.
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Antes yo hablaba con los muertos, ahora ellos me hablan. Desde un guiño, un ademán o una ironía de los vivos, oigo hablar a los otros. Aparecen, contándose.
Y no me dejan sola. Cada vez son más ellos que nosotros. Cada vez, más veces, hablo de quienes ya no están con quienes no les conocieron. Y sé que hay cosas que no podré contar, porque ni quien esté para oírlas. Hay lo que sólo pasó entre dos y falta el otro. No puede haber ¿te acuerdas?, sino con quien lo hubo.
Le digo a alguien muy querida que no sé de cuál cosa escribir. Veo todo tan confuso. Y traigo muerto al duende de contar. Siempre, en noviembre, pienso en los muertos. Y para mí a cada rato es noviembre. A veces son las nueve de la noche de un día cualquiera, en agosto, y se me antoja ponerle un altar, con flores naranja, a toda mi parentela. Y hacer una fiesta.
De semejante antojo ha de ser que están hechas las ceremonias de noviembre. Cualquier pretexto es bueno para convocar a una conversación de ultratumba. Y comer mientras la tenemos. Qué regia una comida con la mirada suave de la antropóloga Guzmán. Y una platicada con las historias que decía no saberse bien. Media vida de Catalina Ascencio la imaginé con ella. Y con su gesto de diosa.
Yo solía llamar a mi padre si no quería que lloviera. Les enseñé a mis hijos que uno podía pedirle lo que mejor necesitara: que no empezara a tiempo la película, que abrieran tarde la puerta de la Feria del Libro Infantil, que la medalla de oro en la gimnasia le tocara a uno de ellos, que el concurso de inglés tuviera la pregunta sobre las preposiciones que mejor se sabían, que al mercadito de La Cibeles llegara pronto el —ahora también entre los muertos— nuevo juego de Nintendo.
Ese tipo de cosas le pedíamos, porque tiempo antes dejé de confiar en su criterio para asuntos mayores. Dada su precaria eficacia. Era bueno llamarlo si se perdían las llaves, si un personaje sobraba en las cuartillas, si andaba yo tristeando. Pero tanto como pedirle un buen novio fue arriesgado, porque durante un buen rato anduvo distraído, y pasaron por mis veinte años varios especímenes de temerse. Por eso ni pedirle cosas definitivas. Ésas hubo que dejárselas al destino. Fue así como di con las piernas de mi abuelo revividas de golpe, en la reminiscencia, cuando un hombre que hablaba de asuntos muy serios se levantó para despedirse de una reunión a la que acudí justo por órdenes del destino. No había muchas sillas y a mí me había tocado el suelo para conversar. Piernas largas, manos largas. También yo me levanté. Y caminamos. Yo con las piernas de mi abuelo y el raciocinio de mi padre. Él quizás con la sombra de su diminuta abuela asturiana. Dos vivos hablando de futuro con sus muertos. A la larga, por eso nos casamos.
Antes añoraba a mis muertos, ahora se me aparecen. No como fantasmas, ni como avispas, ni en sueños; sino en la nariz, los ojos, el carácter, las expresiones de sus descendientes. Y la voz. Mi hermana ha empezado a hablar como nuestra madre. Su hija sostiene, en cada pizca de sal y hasta la última palabra, las certezas culinarias de su abuela. La nieta rubia de una tía morena recuerda su perspicacia. Y ni sus ojos azules, en contraste con las canicas negras de la tía, opacan la memoria de aquel discernimiento. El modo en que el hijo mayor de una mujer que fue valiente y sencilla me responde un correo electrónico tiene su suavidad. Aunque él ya sea director de quién sabe cuántas empresas, su mamá hace lo suyo y me lo acerca.
«Leonorcita», llamo a mi amiga Leonor. Y mi lengua la mueve el marido que aún tiene cuando sueña. Nunca le dije así mientras él andaba vivo. Por eso afirmo que aparecen. Los vemos en los otros o en nosotros. Habla por nuestra boca su presencia.
De pronto paso frente al espejo y ahí está la tía Tere abriéndome la puerta de su casa: «Entra, que me caes como agua de mayo», dijo. Ahora yo traigo sus ojeras. Y quiero sonreír como ella. No puede estar esa energía en ninguna parte.
Canto por la escalera. ¿Quién cantaba todo el día? Mi suegra. Eso me cuenta, detenida a mi lado, mientras su hijo anda cantando «Estrellita del sur». Que su madre le mandaba callarse porque no era refinado andar haciendo escándalo. Yo no estoy para escuchar a su madre. Estuve para cantarles a sus nietos. Canciones que han de cantarles ellos a sus hijos.
No es necesario nombrarlos, llegan solos. Hace poco, a mi hermana se le anduvo apareciendo un niño. Ella heredó la pintura desde la que hablan unos ojos que preguntan quién sabe qué. Era más de la medianoche cuando vio la hora brillar en su teléfono. Y entonces, se levantó. Fue caminando por el pasillo en penumbra hasta dar con la boca «pequeña e indescifrable» del tío abuelo que no creció nunca. «¿Nos conocimos?», le preguntó en mitad de la noche.
Como ven, no estoy sola en esto de hablar con quienes parece que no están. Fantasmas hemos de ser. No está mal ir adelantando la conversación.
Hay días en los que el viento de las horas se vuelve tan intenso que quedan para siempre marcados en nuestra memoria.