Por Magdalena Carreño
¿Qué existe detrás del proceso de escritura? ¿Por qué escribir? ¿Qué es la escritura en sí? Una reflexión sobre éstas y otras cuestiones relacionadas a esta actividad y al lenguaje esperan al lector de El idioma materno, de Fabio Morábito, publicado por Sexto Piso.
En la cafetería del Centro Cultural Elena Garro, rodeado por la calma de una mañana en Coyoacán, el escritor habló a Arte y Cultura sobre su más reciente publicación y sobre otros temas que conciernen a este oficio, como la disciplina, el papel de los traductores y correctores, así como de la inspiración.
Sobre esta última, el traductor de poetas como Eugenio Montale y el Aminta de Torquato Tasso explica que quien “no cree en la inspiración es un tonto, todos los días vivimos inspiraciones distintas no sólo con la escritura sino con nuestra relación con los demás. Estamos inspirados con los demás y a veces para nada, queremos estar a solas o simplemente no entramos en una conversación o decimos puras tonterías. La inspiración es el pan de todos los días, no sólo en actividades artísticas sino en cualquier otra que implique la comunicación y la relación con los demás. Tengo días buenos y tengo días malos. A todo eso le llamo inspiración. Sí es un término que huele a romanticismo y ha caído en desuso por eso, el término tal vez, pero la idea me parece que se sigue sosteniendo.”
Conformado por 84 ensayos breves repletos de humor e ironía, El idioma materno responde a la necesidad de su autor para responder a interrogantes que se ha planteado a lo largo de su experiencia, así como de elaborar otras.
“El objetivo del libro responde a la pregunta: ¿por qué me hice escritor? ¿Cómo fue que terminé por dedicarme a esa extraña actividad que es escribir libros? Entonces, más que escribir sobre literatura, en efecto, es un libro sobre escritura. Sobre todo lo que la escritura implica, tanto de beneficioso como de pernicioso, tanto en la cultura en general como en la vida de los individuos, y concretamente en la mía.”
A partir de una colaboración mensual en Clarín de Buenos Aires, Argentina, creó el texto El libro en llamas, “donde están en potencia todos los motivos y los temas” que conforman El idioma materno. Con esta publicación descubrió que deseaba iniciar un proyecto con un formato similar sobre estas temáticas.
A través de este proceso de creación también se le reveló que no existía ningún momento crucial que haya determinado su inclinación a ser escritor. “Me quité esa mitología de que algún hecho preponderante nos forma en nuestras vocaciones. Por lo menos en mi caso no fue así.”
Sin embargo, mantiene una visión sobre su trabajo que es la de “subrayar la realidad”. El autor del poemario Lotes baldíos explica que básicamente al ser escritor se subrayan ciertos aspectos de la vida que incluso no habíamos considerado.
Por eso el pensar que hay escritores mejores que otros es un poco absurdo, porque cuando realmente uno es escritor, es decir, alguien que sí sabe subrayar ciertas cosas, aunque sean pocas, lo vuelve tan imprescindible como cualquier otro, porque ese aspecto no había sido tocado, no había sido subrayado.
En algunos ensayos habla sobre la labor de subrayar, no sólo como escritor sino también como lector, tanto a través de las páginas como en la vida cotidiana: “subrayamos constantemente amistades, amores…”
Traductor, poeta, narrador… su historia personal le ha llevado por diversos destinos. Aunque nació en Alejandría en 1955, su infancia transcurrió en Milán hasta que llegó a México a los 15 años. Durante el tiempo que ha dedicado a la escritura, Fabio Morábito ha experimentado con diversos géneros, incluso ha escrito para niños. Sin embargo, se siente más cómodo con la poesía y el cuento.
“La novela me parece que pertenece enteramente a la escritura. En cambio, la poesía y los propios cuentos todavía tienen una fuertísima relación con la realidad. De tal forma que un libro de poemas es algo postizo en cierto modo, porque los poemas no necesariamente tienen que estar en un libro, y el hecho de que estén en un libro a ellos no les significa gran cosa. El poema es autónomo, el poema está hecho para vivir en la memoria como antes se hacía; si uno sabía de poesía es porque podía recitar poemas, podía repetirlos y recordarlos, no porque leyera libros de poemas.”
Esta reflexión queda plasmada en el ensayo Los poetas no escriben libros.
Siento que la poesía, justamente, es muy reacia al mundo de la escritura todavía. En ese texto me parece que eso se ve por una cosa tan sencilla, que es el hecho de que la prosa obedece a los renglones, que son como una especie de militares alineados que están ahí haciendo su fila, mientras que la poesía no tiene una cita con el final de la página y puede detenerse cada verso donde se le antoje, aún cuando es divido. En ese sentido, uno recuerda que nuestra respiración es inconstante, es desordenada, es irregular por excelencia, la respiración del cuerpo… mientras que la escritura es súper ordenada, súper regular.
Fabio Morábito se considera fundamentalmente un narrador de cuentos y un poeta. “Siento que los necesito a ambos por igual y además creo que son cada vez, por el tiempo, me he convencido que son cada vez más parecidos. Es decir, creo que el cuento incluso está más cerca de la poesía que de la novela; a pesar de que pertenece al género de la narrativa, guarda con la poesía la misma intensidad y sobre todo imprevisión. Un cuento se escribe sin saber a dónde va, se puede saber más o menos, pero siempre nos va a deparar sorpresas cuando lo escribimos y a menudo nos lleva por caminos insospechados, tal como se escribe la poesía, verso por verso. No hay forma de prever qué verso va a seguir a éste; ése me parece un carácter fundamental para aunarlos, mientras que la novela es mucho más arquitectónica, se presta mucho más a una preparación y programación, aunque claramente, como en cualquier cosa que se escribe, es la escritura lo que decide cómo se hace un libro. Si no fuera así escribir sería de lo más aburrido, porque sería solamente verter por escrito algo que ya está formado en la mente; sería un ejercicio de lo más mecánico y aburrido.”
Otro de los puntos que toca en El idioma materno es la función del traductor, tarea que va más allá del conocimiento de las lenguas; es para él un don el poder comunicar más allá de la privacidad y universalizar las ideas. Compara la experiencia con el acto de poner apellido a lo que nos rodea.
Es un arte, ahonda. “Ser consciente de que cuando se pasa de una lengua a otra, se pasa de un mundo a otro, de una cultura a otra. El traductor está ahí para justamente cuidar que eso pase de una manera lo menos dolorosa posible, con menos perdidas posibles, pero siempre va a haber perdidas, desde luego.”
Este oficio, al igual que el del editor y el corrector de estilo, tiene que ser discreto ya que quien los lleva a cabo debe “meterse en la piel del otro”, para que de esta forma su labor no parezca ser impuesta.
A mí me parecen todos personajes heroicos: traductor, corrector… sin ellos la dimensión escrita sería pobrísima y seguramente sería pedestre, sería paleolítica.
Fabio Morábito también reconoce que actualmente vivimos una barbarie cultural en la cual parece que existe un temor por aburrir al lector, lo cual se refleja en una escritura falta de respeto, esperando trabajos de pocas cuartillas: “como si el lector fuera una especie de chimpancé que hay que distraer con plátanos y pistaches, porque después de dos páginas se duerme”.
Asimismo, existe una prisa por la novedad. Sin embargo, para el creador de Cuando las panteras no eran negras, la verdadera novedad no está en la temática en que se seleccione sino en la forma en que ésta se plantea.
“Fatalmente uno cae en los mismos temas. Aun así es la mirada lo que uno tiene que cultivar. Por ejemplo, creo que todo cazador tiene un estilo propio, van a lo mismo y finalmente vistos de fuera todos son iguales; van, persiguen la presa, la acechan, la acosan y luego disparan o lanzan la flecha o lo que sea y ahí se resuelve todo, ¿no? En realidad, me imagino que cada cazador persigue la presa o la acosa de manera diferente, fijándose en cosas distintas, con ritmos distintos y con una respiración y con una corporeidad diferente. Porque uno caza desde el primer instinto con todo, con su respiración, con su manera de mirar; todo ya pertenece a esa cacería, no hay nada que esté al margen y ahí con más razón entran los estilos, las cadencias personales, que además cambian”.
Agrega: “los temas no se agotaron, nunca se agotan. La novedad entendida como aquello que nunca se dijo antes es una tontería. En realidad, la verdadera originalidad no está en lo llamativo del contenido, sino en la mirada diferente con que se explora algo, ahí está… lo que pasa es que no es tan llamativo y no todos lo advierten, pero ahí está otra vez esa barbarie cultural que responde a una mirada muy mecánica y muy simplona sobre todo, y que justamente demanda colores llamativos y novedades vistosas, y claro, esas se agotan rápidamente porque finalmente son bastante simples.”
Otro punto que toca en El idioma materno es la disciplina, hábito por muchos visto como algo necesario para ser un buen escritor. Sin embargo, para él, dentro de su vida es más bien un fetiche.
“No hay que darle mucha importancia a la disciplina. Conozco a mucha gente que escribe maravillosamente bien sin disciplina, y en el fondo admiro aquellos que escriben sin disciplina porque son capaces de algo que yo soy incapaz. Creo que si dejo de escribir un día a lo mejor se abre un hueco, un agujero negro ahí, y ya dejo de escribir para siempre. Tengo esa superstición infantil casi, inmadura. En cambio, hay gente que puede dejar de escribir meses y hasta años, que no deja de ser o de sentirse escritor, y no se angustia para nada. En el fondo la disciplina es eso, un correctivo a la angustia, angustia de caer en la esterilidad, de no poder decir ya nada. Me da terror pensar que yo no pueda escribir. Entonces la disciplina es una forma de ayudar a escribir, no a escribir mejor pero sí muchas veces uno termina por escribir cosas buenas después de horas de estar casi con los brazos cruzados por pura disciplina, y a veces bastan diez minutos de buena escritura para salvar el día y hasta la semana”, finaliza.