Mezclando el ingrediente de azar que hace que la vida sea una sorpresa y el arte mucho más, y porque como dice M. Vlanink, “en el arte las teorías prestan la misma utilidad que las recetas en la medicina: para creer en ellas se precisa estar enfermo”, fui a dar al Museo del Estanquillo el domingo, día de algarabía popular en pleno centro de la Ciudad de México. Y tras visitar las salas del museo de nuestro tótem del legado popular mexicano, Carlos Monsiváis, me quedé a ver la obra Huellas del poeta mayor, de Felipe Galván, quien también dirige a la compañía Teatro-De-Mentes en esta puesta que ritualiza su comedia educativa en la terraza del recinto, los fines de semana a las 13:00 horas.
Así que, siendo parte de ese lleno total en el recinto improvisado a manera de teatro callejero, me dispuse a observar no tanto los detalles de la modesta producción deliberadamente manufacturada a manera de “monografía” de papelería, pedida por alguna maestra mal pagada de la SEP (antes de la Reforma Educativa, sino a desentrañar qué había en ese texto que desmitifica al poeta mayor Nezahualcóyotl, lo que atrae notablemente el sentido del montaje.
La anécdota comienza con un trastoque cómico y temporal donde el rey poeta está en el momento de tomarse la foto que aparecerá en el billete de $100.00 pesos actual, lo que lo “catapultará a la fama”, dado que su efigie quedará impresa para siempre y se sumará a ese eterno homenaje inamovible que el Estado Mexicano rinde a los insignes héroes de nuestro país. Y es precisamente en la denominación de ese billete rosa mexicano que anda en manos de algunos como una moneda tan devaluada como Nezahualcóyotl terminará en entredicho, tras el desvelamiento de un conflicto que, lejos de enaltecerlo para pasar a los anales de la historia de bronce nacional, lo desdora completamente mostrándolo en su cariz humano y mezquino.
Este filo de la historia hace que ya de entrada la obra sea interesante, más allá de evidenciar deshilada algunas costuras en la dirección, obviando en extremo lo que la actuación podría suplir sin problema, pues si algo tienen los actores son tablas.
El texto le apuesta también a encontrar otro vértice: el de la amistad traicionada entre el rey del México-Tenochtitlán y su amigo y gobernador Coacoatzin, quien tomó a la hija de Temiczin de México como esposa, un (¿fatídico?) año 13-Pedernal. En la obra, esta bella mujer es una doncella amorosa y dedicada, a quien el también poeta y gobernante de Tepechpan no ha hecho “suya” todavía, por ser aún muy joven para compartir el lecho con él. Así que, con este ingrediente adicional, la obra va desdoblando la anécdota entre dos hombres que rivalizarán no sólo en las letras, sino por el deseo y la pasión que tentarán los instintos menores del poeta mayor.
La trama, como algunos telares modernos de cepa y corte prehispánico, no es totalmente auténtica; en este caso está tejido con estambre de hilo sintético de colores fluorescentes. Ésta es la estética general de la puesta, un híbrido visual entre los resabios de una cultura ancestral mexicana donde las letras de este país dan comienzo (“y no en la época Novohispana como nos lo han querido hacer creer”, subraya Felipe Galván); y una cultura contemporánea. Esta mixtificación inevitable donde convergen la transculturación de la tradición indígena y mestiza con el mercado global, se ve expresada en el vestuario diseñado por Rosalía Carrillo y José A. Herrero del Rello. Contrastan los tenis de marca de colores fluorescentes que llevan los actores, asentando la anomalía significante con los trajes “tradicionales”, además de hacer juego cromático con los chalecos de los trabajadores de obras públicas.
La historia cambia de lugar y fecha (va y viene del pasado al presente y viceversa), de la convención actual a la de leyenda, en una mezcla donde Netzahualcóyotl se nos presenta como un hombre soberbio y egocéntrico mientras que Coacoactzin y su mujer recién desposada juegan la contraparte. Estos últimos pagarán con su propia cuota de vida la codicia del rey tenochca, acaso también su cobardía y hasta el fusil de uno de los poemas más emblemáticos del poeta mayor revelado en la obra, a la manera en que Miguel León Portilla sugiere en su antología de 13 poetas aztecas, y que evidencia que fue Coacoactzin quien lo escribió primero. Esta revelación abre un abismo en el retrato oficial de este personaje mitificado, que forma parte de la pléyade histórica constitucional del país que ha escrito una suerte de “hagiografía” heroica civil, donde los personajes emblemáticos rayan en la beatitud y la santidad en nuestro panteón patriótico, amén de convertirse en históricos notables intocables, casi como los creadores eméritos del Conaculta.
Es allí, donde, a pesar de ser una obra que a mi juicio soportaría mejor el ritmo de la sátira en su sentido más estricto y dinámico si se le editara (resulta larga), te atrapa lúdicamente, por esa sutil pero incisiva parodia de parangones con lo contemporáneo. Este santuario de la literatura profanado por el autor, este chisme de la copia poética prehispánica a la manera de los plagios de hoy; de esas “inspiraciones” al calce de grandes escritores actuales que han tomado prestadas –literalmente– palabras de otros, para reafirmar su fama a mansalva, queda evidenciado irónicamente en este ir y venir de personajes múltiples, a cargo de los tres actores que conforman el elenco: Marco Antonio Sámano (El de siempre), Marcos Zempoaltecatl Herrera (El de ahora) y Rosalba Carrillo (Circunstancia).
El tercer elemento equidistante y no menos conflictivo para desatar la polémica es precisamente la “c(C)ircunstancia” en la que la doncella termina siendo una especie de “Mata-Hari” azteca (forzada por su circunstancia, acaso por ella misma al ser la ‘Circunstancia’ de la obra). Ella es el “obscuro objeto del deseo” del poeta mayor, quien no complacido con robar los versos del buen letrado y noble Coacoactzin le raya también los cuadernos (o los códices) al despacharse a la esposa de su amigo con la cuchara grande de su pasión, en aquel oasis de codicia y de deseo que Felipe Galván muestra, incluso en un pasaje bíblico análogo, para denunciar que las verdades históricas sumarias son siempre a medias; y con ello muestra a este noble personaje insigne de nuestra nación en plena crisis de identidad, con lo que exhibe a su vez, el e(E)stado de descomposición de nuestra soberanía cuestionada.
Ven y sácate la foto
El antiguo señor de Texcoco, en este también juego del “ven y sácate la foto” al más puro estilo del INE, al parecer no tiene todavía la mayoría de edad, no está lo suficientemente preparado para retratar las raíces mexicanas pues su pasado lo condena a la luz de un presente que busca la transparencia de los hechos, más allá del discurso oficialista, para dar cuenta de una historia plagada de omisiones.
Sin pretender reinventar un nuevo discurso, Galván, como lo ha hecho en muchas de sus obras, continúa su estilo de hacer teatro en la línea de la denuncia política. Un teatro que ahora tiene la finalidad de mostrar que son incorrectos aquellos axiomas que rezan que los mexicanos son corruptos por nacionalidad, sino que el dilema ético y moral trasciende la idiosincrasia nacional, para ser observada desde la óptica del ser como un elemento más bien de carácter humano.
Huellas del poeta mayor, una puesta que forma parte de los eventos de la celebración de los 50 años de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, llega “circunstancialmente” al Museo del Estanquillo a formar parte de las actividades educativas y paralelas de este recinto dedicado, entre otras cosas, a mostrar colecciones que ilustran la travesía de la caricatura política en México. Es así como ha encontrado un aliado no sólo en la vocación del espacio cultural, sino en el público visitante, gustoso y aplaudidor, que cada función se queda hasta el final de la obra (acatarrado a ratos) pero satisfecho, y con ganas de investigar más del tema, hecho que se comprueba en la charla final entre el director y los asistentes, y que –nos guste o no– demuestra que contactan con este teatro vivo para el público de a pie.
Con una producción que surge de los propios fondos de la compañía, del sector privado y algo de subsidio gubernamental, este montaje subsiste de manera independiente pasando el sombrero al final de la obra (el sobre de color manila tipo salario de burócrata), donde la gente paga sin remilgos con un billete de Nezahualcóyotl (aunque animan a pagar con los billetes de Sor Juana, Frida Kahlo y Diego Rivera “de ser posible”), y gracias a esta cooperación voluntaria y al apoyo del Museo del Estanquillo su temporada se ha extendido sábados y domingos durante el mes de la Patria.
A pesar de que, insisto, esta obra redoblaría su éxito si fuera más corta porque al final ya resulta muy farragosa, reafirma la vigencia de su fórmula, a partir de una vieja línea en continuidad de este teatro que deviene del Grupo Zumbón, no solo porque algunos de sus integrantes pertenecieron al grupo, sino por esa impronta de hacer un teatro de denuncia y de mitin, en el que los actores son todos unos guerreros de la escena y donde uno no puede dejar de reconocer que lo que se propone la compañía, se logra.
Finalmente el teatro vivo lo es por la conexión con su público, no porque lo decretemos los críticos; nuestra influencia deviene en otro aspecto ético profesional y trasciende nuestros gustos. Tratándose de un tema que atrae actualmente mi interés y mi trabajo personal, un “museo vivo” del teatro en México existe como tal hoy en día, allí en las calles y esquinas de la ciudad; en los pequeños foros, en los edificios apañados por los artistas para hacer teatro, en los recintos oficiales y en los independientes y cada uno con su propia concepción artística. Enrique Ballesté (fundador del grupo Zumbón en 1973) decía:
“Mi teatro, sí es algo, es poesía, ya que, como ella, responde no tanto a un oficio como a un arranque intempestivo de amor, de furia, de impotencia, de rabia y desesperación”.
Y este teatro asistido corporalmente y musicalizado por Rubén Moreno y José A. Herrero del Río, tiene esa miga que lo liga irremediablemente con una época del teatro mexicano casi extinta, pero que aún es posible que la gente conozca hoy, porque sobrevive a su manera y aún dice.
No es cosa de que se lo imagine la banda, allí está, “haciendo de las suyas” y de la mejor manera que saben hacerlo. Está vivo a pesar de las nuevas tendencias, a pesar de que a los especialistas les (o nos) gusten otros teatros; coexiste con las expresiones escenoplásticas y multimediales, performativas y el teatro-danza u otras ramas del teatro más actual. Y, sobre todo, para los que ponen en duda su derecho a la vida teatral contemporánea, el público lo ve, lo goza y, lo más importante: lo paga.