por Eduardo Pérez
Me gustan los mercados. Todos mis amigos me dicen que el súper está más cerca, que es más fácil encontrarlo todo, que hay más variedad y hasta que las lechugas ya las venden listas para zamparse. Sin embargo, me siguen gustando los mercados.
Quizás Freud sería muy feliz si le contara mis razones por esa infantil preferencia, pero lo cierto es que no cambio mis visitas al mercado los domingos ni por un concierto a sala cerrada para mí.
El domingo pasado hice las compras lo más rápido que pude: papaya, manzana gala, chabacano, laurel, lechugas, italiana y romanita; jitomate y cebolla morada; y salí corriendo al auto. Manejé endiabladamente con los ojos bien abiertos; improvisé una ruta, caminé entre el lodo, el pasto y el cemento; esquivé con habilidad de policía de película de Hollywood a los autos en Reforma, y todo para llegar a tiempo al Museo de Arte Moderno.
La cita era a las doce del día y llegué a las 11:45 am con muchas expectativas y el corazón saliéndose del pecho.
Pregunté, con ojos del Gato con Botas de Shrek, en el mostrador por la actividad en cuestión, y tras devolverme una mirada de ternura mezclada con un poco de lástima por mi agitación, el joven del mostrador me respondió muy amable: “Aún no llega la chica que coordina el recorrido”.
Después de mí llegaron más personas preguntando por la Experiencia Sensorial, y no pude más que sonreír de contento: los vi con una mirada altiva; mientras ellos apenas preguntaban, yo ya estaba inscrito y hasta tenía mi nombre pegado en el pecho. Cuando me pidieron que lo escribiera, me aseguré de que fuera legible para todos.
Nos condujeron al primer piso del museo y ahí, a la mitad del pasillo, nos dieron las instrucciones generales: “Todo el espacio está libre de escalones, hay muy buena distribución y si se sienten incómodos, indíquenlo para que les ayudemos. Lo único que les pedimos es que se dejen guiar y que no extiendan los brazos hacia los lados para no tocar accidentalmente alguna obra”.
De inmediato, uno de los integrantes del staff nos proporcionó una cinta de color negro que debíamos atar alrededor de nuestras cabezas, impidiéndonos ver.
A partir de ahí, todo se volvió negro.
No me refiero a esa negrura de la madrugada en la que uno semi despierto busca la salida de su recámara. Me refiero a la sensación de indefensión que me invadió, a la falta de ubicación espacial, y sobre todo a la pérdida de la mirada de los demás con quienes compartiría el recorrido.
No pienso narrarles lo que sucedió dentro de la sala en la que se exhibe la exposición 50 años, 50 obras. Lo que sucede ahí es tremendamente personal, es exponencialmente táctil, auditivo y mnemotécnico.
Si quieren saber lo que sentí, recuerden todas las veces que usaron la vista en este día hasta el momento en que leen estas líneas. Echen una rápida mirada a todo lo que los rodea y ahora, no importa dónde estén, siempre y cuando no sea en el andén de una estación del metro o en la cuerda floja, por unos segundos ¡cierren los ojos!.
¿Pudieron ver, dentro de esa negrura provocada por los ojos cerrados, los objetos que los rodeaban?
Ahora imaginen entrar a un lugar al que jamás han entrado, y que una voz les transmita lo que ve, lo que le hace sentir cada trazo de una pintura, cada color en el lienzo; imaginen que tienen en sus manos los objetos representados en las obras.
Imaginen que son guiados por voces que a veces se antojan lejanas y, sin embargo, uno tiene que confiarles en todo. Tiene que creer lo que escucha, así que cuando esa voz les dice que hay 700 miradas sobre ustedes, deben imaginarlas, sentirlas, pero sobre todo, creer que es cierto. Porque lo es.
Lo cierto, lo real, como lo creemos, es porque así lo percibimos. Es un hecho.
Sin embargo, entrar en ese mundo de indefensión, de incertidumbre, de confianza en otros, es entrar en una gran oportunidad de “ver” el arte de otra forma. Tal vez suene exagerado esto último; pero es realmente cierto. Lo es sobre todo cuando, al final del recorrido, nos informan que nuestro guía es débil visual y que lo que él nos ha narrado es lo que ha sentido. Y esa es otra forma de ver, no sólo el arte, sino de ver nuestra propia capacidad, a veces tan subestimada, de ver.
Aplaudo la iniciativa del Museo de Arte Moderno y la colaboración de la Fundación Ojos que Sienten, A.C. para llevarnos de la mano, a todos los que participamos en esta Experiencia Sensorial, por un mundo artístico que no sabemos que existe, por hacer conciencia en nosotros de lo afortunados que somos al ver el arte.
Aplaudo el hecho de que el donativo recaudado se destine, íntegro, a los guías con debilidad visual que dirigen la Experiencia.
Aplaudo también a los valientes que se atreven a vendarse los ojos por más de 30 minutos y se dejan llevar por voces desconocidas a través de salas que parecen infinitas, y que sin temor expresan las sensaciones que les genera la Experiencia.
Aplaudo a todos y todo, pero agradezco profundamente a Pepe, nuestro guía, que me hizo reflexionar, no sólo en la situación en la que los débiles visuales viven, sino en el poco interés en los pequeños detalles que aquellos que tenemos la fortuna de gozar de la vista, dejamos de ver.
No puedo obligarlos a ir; pero asistan, descubran otros sentidos, otras formas de ver, y sobre todo, asómbrense de la poca importancia que damos a veces al privilegio de ver.
Museo de Arte Moderno
Experiencia sensorial
Sábado y domingo, 12 hrs. (Aunque si hay muchos interesados, hacen un segundo recorrido)
Informes:
En el museo, en el mostrador principal.
En el correo electrónico [email protected]
En el teléfono 5211 8045