Así como Peter Brook ha llevado a la escena su obsesión teatral por el escudriñamiento de la mente con una obra próxima a presentarse en el Festival Internacional Cervantino, El valle de los asombros, que trata sobre un hombre sinestésico, y que cierra su trilogía sobre los recovecos del cerebro iniciada en 1993, con El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, relatos del neurólogo británico Oliver Sacks (1933) a la que le siguió en 1998, Soy un fenómeno, inspirada en el libro del doctor Alexander Romanovich: Una memoria prodigiosa, historia sobre un paciente que lo recordaba todo y padecía también el resultado de ese talento infausto: no podía olvidar nada… Así Alonso Ruizpalacios llevó una adaptación de los trabajos del neurólogo británico Olvier Sacks, escritor y aficionado a la química, en su obra Reincidentes, la cual dirige y que escribió junto con David Gaitán, en la que habla sobre personas que padecen el síndrome de Tourette, pero con resultados estrambóticamente lejanos al teatro minimalista del esteta inglés.
El síndrome de Tourette es un trastorno neuropsiquiátrico que se hereda y afecta aspectos psicomotores, que dan lugar a tics involuntarios, y que pueden también acompañarse de sonidos repetitivos y coprolalia. Se inicia en la infancia y es más común en hombres que en mujeres, además de que dichos movimientos pueden desaparecer en ocasiones por largos periodos, así como aumentar o disminuir y ser precedidos por un impulso premonitorio.
La idea de llevar este padecimiento a la escena era sin duda buena, sobre todo ahora que se puso de moda el tema el cerebro, las bioneuroemociones y los estudios recientes del impacto cerebral y epigenético de las diferentes patologías humanas. El tema atrajo la atención al público y más cuando se trata de funciones para sólo 40 espectadores y en una temporada muy corta, la cual termina el 3 de julio en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz, del Centro Cultural Universitario de la UNAM.
No obstante, no basta la pulsión de alcanzar una meta artística desde un lugar de partida sin causación alguna y totalmente desintegrado –para fines de una narrativa teatral convincente. Haciendo enormes esfuerzos por no salirme de la función en los primeros 25 minutos, donde toda la obra ya había exhibido su intención de hacer de la acción un reiterativo tic de dimensiones descomunales, me apliqué concienzudamente a interpretar las claves de la puesta, aún en su despropósito inicial, y más allá de la idea misma, tan manida, del “experimento” del director con el público, pero prevaleció en el resto de lo sucedido su mínima ‘legibilidad’ propositiva, hecho que no resulta salvable.
De entrada, se elige una desafortunada ‘coartada’ escénica para ir a hacia la meta de contar el sufrimiento y desquicie epiléptico de quienes padecen el síndrome de Tourette. El director-autor decide que un grupo de ciudadanos, que no cumplieron con su obligación participativa durante las elecciones, son llamados a un taller “cívico” como parte del castigo de las autoridades y como condición para no infringirles una multa mayor a su desacato democrático. Los actores mezclados con los espectadores (recurso previsible y cascado del teatro de aficionados de los años 70), empiezan a despuntar desde su fingido anonimato y a bordar desde esa “normalidad” una trama que dará toda clase de “salto cuánticos”, o unos cuánticos saltos de realidad inconexa en escena, sin ton ni son; y aunque puedan ser en ocasiones divertidos y usen al público para las más aburridas comparsas de juegos de manos, tics, sonidos con baquetas y proferir en voz alta malas palabras, vacuo intento de dotarles de una atmósfera de inmersión, termina siendo falsa, de toda falsedad, porque usar a la gente como lo hacen los conductores de los programas de concurso no es involucrarla en una verdadera dinámica emocional.
Y este es uno de los agujeros negros de la obra, no sólo porque nunca logra despuntar la idea o el concepto semilla, como en las mejores películas de terror, donde observamos que una pequeña adolescente encantadora termina siendo como Anastasia, la joven rusa que asesinó a su propia madre y a su hermana de 12 años hace unos días en Baja California; sino que es simple y burdamente un pastiche de circunloquios de temas que lo mismo van de la monografía, la comunicación epistolar, a la lectura dramatizada y que derivan en show de cabaret, montaje multimedia (multi a medias), performance, teatro de títeres y secuencia grabada de delirio médico de serie de televisión gringa.
Un collage que aún tratando de diseccionar y verlo en unidades de acción y bajo la lupa del acontecimiento escénico y sus liminalidades, mixtura entre las artes plásticas y el videoarte; destroza su propio cerebro límbico en cada paso, sin dejar nada a la comprensión. No hay absolutamente nada que dé pie a la posibilidad de decir algo más que no sea un sumun de inconexiones, un tanto fársicas, que burlan la intención de todo y jamás dan la impresión de ser empáticos, ya no digamos con el espectador, sino con las personas que padecen el síndrome de Tourette.
Es como si en aras de hablar de la parálisis cerebral o el síndrome de Down, subrayaras el estatuto de la imbecilidad asociada a personas que, las primeras no padecen retraso mental, y en el caso de las segundas, facultan otra clase de inteligencias humanas. He allí donde queda saboteada una premisa que, insisto, pierde el tiempo y nuestra tolerancia al ser redundante hacia la saciedad de recursos los más, totalmente accesorios, de tal forma que si fuéramos restando elementos no pasaría nada en el conjunto. Esto, que es notoriamente visible, demuestra su gratuidad al no aportar nada a la verdadera simiente que motivó la obra. Si acaso lo hace desde una maníaca y descriptiva sobreimposición de imágenes: actuadas unas, musicales y visuales otras, sin poesis, sino en una prosaica de psiquiátrico desquiciante, que se vuelve entrópica, esto es: para sí misma (allí nace y muere allí enquistada), donde el espectador ya no importa, y ya sólo emerge la borrachera emocional de los actores, como único distintivo de calidad del fenómeno escénico.
Con las actuaciones de Sophie Alexander-Katz, Esmirna Barrios, Raúl Briones Carmona, Pablo Chemor, Diego Espinosa y Leonardo Ortiszgris, sin duda, un talentoso elenco, dispuesto, natural, abocado con fuerza y energía como para lograr derrocharla a cántaros en el escenario, el director no logra conformar la legitimidad de su discurso estético, y la obra declina en el puro y vano intento del paroxismo escénico que se desvive antes de morir, por su propia vacuidad hipertrofiada en su hipersincretismo de lenguajes yuxtapuestos: un mole teatral, sin la profundidad de sus sabores y textura de condimentos.
Las reglas cambiantes y arbitrarias de Ruizpalacios en su desastroso juego, que hace que los personajes-actores queden en medio de juguetes baratos de plástico de colores chillantes (a los que lo único que le faltó fue la luz negra de discoteca para que se vieran fluorescentes, porque el estrobo sí se usó), contando y cantando como en la lotería los nombres de fármacos ligados a toda clase de enfermedades psiquiátricas (no del síndrome), lo mismo ansiolíticos, que depresivos, que… da igual.. El conjunto de significantes de la puesta no dialoga, no repercute, sólo se regodea en el delirio como única meta lúdica, y no es por sí misma la dimensión del exceso lo que repulsa, dado que podría generarnos estados internos intensos. Es la dimensión superficial y efectista su defecto; su mutación inútil la que todo lo embadurna, una especie de estrabismo sincopado del valor del teatro frente al espectador, dócil y entusiasta, al que el director le extirpa toda posibilidad de sentido y de sentir.
No hace falta enumerar todo lo que pierde su valor de signo, como la pantalla en el techo donde se reproducen videos con todo el dispendio de efectos tecnológicos puestos al servicio de mucho gasto de producción y cero sustancia. La simulación de un teatro que, de no ser por la sumisión de los actores y un público, al final con cara de ¿qué es eso? ¿qué paso? ¿cómo lo vivo o lo entiendo?, sólo deja el más bajo sentido de la ilusión en un muy pobre imaginario poético volatilizado, por la indiferencia paroxística del creativo que está a punto de sepultar su propio sentido de expresarse a través de un medio tan noble como el teatro, y perdiendo a los poquitos espectadores a los que desmoralizó ofendiendo su inteligencia como lo hubiera hecho el estatuto actual de la televisión sensacionalista: regodearse en las miserias de los demás y las catástrofes humanitarias en tiempo real, ésas que –como dice Baudrillard–, “se han convertido en nuestro último terreno para dominar la aventura comunicacional caricaturizando lo esencial”.
Y todo, ¿para qué? Para reducirlo a la mera pulsión de la violencia homeopática, la única salida teatral de Ruizpalacios en su puesta y en su supuesta alteridad con el espectador, convertido ¿o victimado? a ser un actor, a nombre de una también retropsiconeurosis a “Go-Gó” , moda actual del arte situacional (Víctor Burgin, 1969) bajo la égida de que el arte contemporáneo debe ser –por antomasia– caótico y deconstruido hasta la náusea.